El mejor de todos los pésames por el fallecido Alfredo Pérez Rubalcaba fue el de Andoni Ortúzar, con su soberbia vasca, pelín paleta en el presente caso, asegurando que Rubalcaba era un buen tipo porque era “de aquí al lado, de cerca del País Vasco”. La verdad es que era de Solares, provincia de Santander, Cantabria, y que acogió pocas de las innumerables virtudes del noble pueblo euskaldún.

Era de cerca, pero se le pegó poco. Lo mismo da: para Ortuzar, Cantabria no deja de ser una colonia de Euskadi poblado por unos seres débiles, sin un pedigrí RH. O así.

Al fallecido se le montó un funeral laico, con esa obsesión de los naturalistas -dicho, progres- por imit la liturgia católica. Y de repente llegó el Rey de España, Felipe VI, acompañado por la Reina Letizia. Y en medio de portavoces laicistas, como don Javier Solana, sin ir más lejos, ante un féretro ubicado en el Palacio del Congreso, sin crucifijo, por supuesto, va a el Rey de España y se santigua. Es decir, no mantuvo un minuto de silencio sino que rezó, se supone que por el alma del fallecido pero, en cualquier caso, rezó.

Y tampoco crean que se signó con ademán, todo lo contrario, casi escondió la señal de la cruz, en un gesto rápido. Pero lo hizo: ¡Bien por el Rey!

Y claro, creí percibir un curioso silencio ¡Gran escándalo! Un escándalo contenido, claro, porque resulta que los progres allí presentes se enfrentaban a una ruptura unilateral de lo políticamente correcto.

Eso sí, se consolaron un tanto por el hecho de que la Reina Letizia no se santiguó. Menos mal, no todo está pedido. Aún poseemos una reina laica, que no se deja llevar por pérfidas supersticiones. Impasible al ademán, sintiendo mucho la pérdida, pero con la barbilla alta y una mirada ilustrada, ferozmente ilustrada.