Es posible que la ganancia del Sábado Santo sea la del silencio del alma. El día donde las puertas de la Iglesia se cierran como se cerraron los ojos de Cristo y hasta la tenebrosidad del pecado también lo hizo. Aquel sábado aciago de la historia quedó suspendido por los siglos de los siglos.

Todavía retumban en nuestros oídos los ecos de la Semana Santa, los susurros de la meditación escondida y la contemplación de ver a nuestro Señor derrotado por el peso de nuestra inconsciencia, de nuestro analfabetismo espiritual, de nuestra ceguera en el paso a paso hacia la eternidad. Somos unas criaturas toscas y afortunadas, porque aun reconociendo nuestra mingundez estamos a salvo, ya que más que nosotros mismos, quién más interesado está es precisamente el Señor, que muere -murió- por nosotros, precisamente porque éramos así de pacatos.

La amarga pasión de Cristo, que es parte de las visiones que la beata Catalina Emmerich tuvo como gracia especial de Dios, no es una novela. Ni tan siquiera la imaginación ardiente de un piadosísimo cristiano. Se trata de las revelaciones muy específicas sobre qué, cómo y quiénes participaron directamente durante las horas de sufrimiento y agonía del Señor. Además de la anécdota de que fue la principal fuente de inspiración de donde Mel Gibson guionó su película La Pasión, tiene ciertas intervenciones al margen de las escenas muy interesantes, tanto que si te dijera que la autora lo escribió el año pasado en vez de en el siglo XVIII, por la actualidad que reviste lo que cuenta, te lo creerías también. Cuando está desentrañando la estrategia satánica de Caifás y Anás, muchos de los que le conocieron, incluso siguieron y piropearon, estaban muy confusos y el temor les invadió dando lugar a reacciones como las que Emmerich cuenta. Entonces añade: El número de los que perseveraron no fue grande pues entonces pasaba lo mismo que hoy -y añado que también en nuestro hoy-: algunos quieren ser buenos cristianos en la medida en que parezca honorable, pero se avergüenzan de la cruz donde no se la mira con buenos ojos.

La beata Catalina Emmerich ya alertaba en el siglo XVIII de algo que también sucede hoy: “Algunos quieren ser buenos cristianos en la medida en que parezca honorable, pero se avergüenzan de la cruz donde no se la mira con buenos ojos”

Nos toca un tiempo donde se aborrece a la Cruz, y eso que como signo y símbolo lo tiene todo a su favor. Como signo es el de sumar, lo que nos sitúa ante una visión positiva de la vida, a asumir la posibilidad de dar y no quitar, ver en los demás lo que podemos hacer por ellos. Como símbolo reconocemos a quién nos rescató de la fosa séptica del pecado, del limbo moral de cuyas virtudes teologales estábamos desprovistos y que nos han sido devueltas por la redención del Hijo del Hombre, que es a lo que vino y no a darse un paseo a ver qué tal nos iban las cosas.

Al inicio de la Cuaresma hice una reflexión de lo que para los cristianos supone adentrarnos en estos días de volver a la Vida, y quiero recordar que en el colofón del artículo dejé escrito que es la Cuaresma la puerta cierta, la de puerta estrecha, pero solo es nuestra libre voluntad quién nos hará andar por la senda angosta que nos llevará definitivamente a la Resurrección. Porque si algo tiene la Cruz, la nuestra también, es la Resurrección, es decir, la Gloria, es decir, compartir con Cristo el señorío con Dios Padre, es decir, El regreso del hijo pródigo, y que sin merecerlo seamos bochornosamente premiados como cuenta el evangelista san Lucas (15:1-3, 11-32)Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado. Y todo esto por un Padre que solo puede ser Dios, y viceversa.

La Resurrección es precisamente lo que culmina la Redención. Sin la Redención (nacimiento, muerte y resurrección de Dios Hijo) no hubiéramos llegado nada más que al punto de partida

La Resurrección es precisamente lo que culmina la Redención. Sin la Redención (nacimiento, muerte y resurrección de Dios Hijo) no hubiéramos llegado nada más que al punto de partida, al mismo que los discípulos de Emaús nos relatan, tanto en la forma como en el fondo, triste, solitario y desesperanzado. Sin embargo, en el ocaso de la vida -de la fe, de la esperanza y del amor- surge lo inevitable, que es la palabra de Dios, que nunca miente, no es un decir por decir, sino que se cumple para nosotros y a pesar nuestro, porque al tercer día Resucitó según predijo tantas veces y que nunca comprendieron los que le escucharon. Sé que vivimos tiempos de obcecación en el corazón y oscuridad en la razón, y quizá no basta con decir “¡Resucitó!” sino que hay comprenderlo, porque a causa de esta orfandad intelectual global, que se extiende como la rosa de los cuatro vientos, habrá que comenzar desde muy abajo, y tengamos que recurrir a Resurrectio de Laureano Benítez Caballero, que expone ante el lector las razones históricas y evangélicas que explican para sesudos agnósticos que aquello no solo pudo ser, si no que fue. Una obra completa, aunque nunca, ninguna, será definitiva porque el misterio de Dios es inabarcable para nosotros y siempre habrá alguien con recursos humanos y sobrenaturales que nos aporte algo de luz a los que pecamos de mentecatos. ¡Gracias a todos ellos!