Ocurrió en el famoso Sacre Coeur parisino. Dos turistas españolas oyen misa en el célebre santuario, ubicado en el bohemio barrio de Montmartre, de la capital francesa. Una de ellas observa cómo un hombre se aproxima a tomar la Comunión. Toma la forma en la mano, pero en lugar de introducirla en la boca la mete en un bolsillo de su chaqueta y se retira como si nada hubiera pasado. Atónitas ante esta actitud, una de ellas acude a la Sacristía mientras la otra vigila al personaje. Avisado el sacristán, sale y se pone a hablar con el ladrón de la forma. Este, sin emitir palabra alguna, se introduce la Hostia consagrada en la boca y se la come. Ahí quedó todo, el sacristán dio las gracias a las turistas españolas y volvió a sus quehaceres.
Dejemos a un lado, por un momento, las motivaciones de ese sujeto para actuar como hizo. Podía ser un loco o tratarse de un miembro de las sectas satánicas, esas organizaciones que proliferan como hongos en España (por tanto, supongo que también en Francia) y al que nos empeñados en negar su existencia.
Supongamos que se trata de esta segunda opción y que el sacristán, en lugar de darse por contento con la comunión retardada del sujeto, le hubiese denunciado a la policía. La pegunta es: ¿Bajo qué acusación habría sido detenido el individuo e investigados sus motivos? ¿Robo? No. Las formas se reparten gratuitamente a todo aquel que se supone -a simple vista, dado que el sacerdote no puede juzgar el alma- guarda las debidas disposiciones. Y es gratis. No, no hay robo por ninguna parte. Y aunque lo hubiera, ¿qué es una forma?: Un trozo de pan sin fermentar, cuyo valor material es tan ínfimo que no moviliza las fuerzas del orden público, agobiadas como están con tanto delincuente.
El denunciante, por ejemplo cualquier católico, podría alegar que esa forma es el Cuerpo de Cristo, pero, naturalmente, cualquier juez le responderá que eso es una creencia particular, que vivimos en un Estado laico y que se guarde sus convicciones para su más estricta intimidad.
Ahora bien, la cuestión de fondo, lo que siempre olvida el laicismo, no es si las creencias pertenecen a la intimidad, sino si realmente en este trocito de pan está Dios, creador del Universo, o no. Si no está, entonces la forma no merece respeto alguno y el suceso ocurrido en el Sacre Couer sería una insignificancia en la que no convendría perder el tiempo, y el creyente vendría a ser una especie de crédulo bobalicón. Y si la forma es Dios, contribuyentes, policías y magistrados deberían caer de hinojos y adorarle, y no habrá aparato legal y policial lo suficientemente amplio para protegerle. En otras palabras, volvería a darse la gran contradicción del pensamiento agnóstico moderno : Dios existe o no existe independientemente de que los hombres crean o no crean en él.
El problema es que la sociedad moderna ya ha optado por una de las posibilidades, la misma que el creyente no puede aceptar. Y así, me importa un bledo que el Código Civil no contemple esta variedad delictiva el hecho : si veo a alguien introducir una forma consagrada en el bolsillo de su americana, se la arranco aunque sea a mordiscos.
Lo que quiero decir es que el laicismo no es ni bueno ni malo. Es algo peor: es una simplonería. Su aplicación no es posible porque las creencias y las convicciones no pueden separarse de lo que algunos incautos llaman la vida real. Esas creencias son más reales que cualquier otro tipo de vida. Por eso, no hay nada más natural que lo sobrenatural, ni es separable ley y moral. De otra forma, sucede lo que le ha ocurrido a esa joven alemana de la que hemos hablado en esas pantallas: el Estado le quita sus derechos laborales (entre ellos, naturalmente, el subsidio de paro) por negarse a trabajar de prostituta en una casa de citas. Y el Estado, desde una perspectiva laica, tiene toda la razón: lo único que hace es aplicar la ley, ya que la prostitución se ha legalizado en Alemania. La ley germana afirma que un parado que cobra el subsidio no puede renunciar al empleo que le ofrecen. ¿Acaso no es la prostitución un oficio como otro cualquiera? La ilustración, el progresismo, la liberación sexual, el modernismo y la ley afirman que sí. Sólo la moral, tan denostada ella, dice que no (también lo dice la pareja de la moral, que es el sentido común, pero esa es otra historia).
Todavía recuerdo una conversación que mantuve hace años con uno de los más reputados inversores bursátiles (es decir, especuladores) españoles. Un tipo forrado. Me comentaba que toda actividad empresarial era lícita, mientras cumpliera la ley y no atentara contra la salud (y, supongo, no incurriera en actividad monopolística). Ante la pregunta, precisamente, sobre la prostitución, respondió enseguida:
- Si atenta contra la salud, no.
- ¿Y si ponemos en marcha todos los requisitos sanitarios para reducir al mínimo el riesgo sanitario?
Se percibía una dura pugna en su interior, pero acabó por responder:
- Entonces, sí. Pero hay algo en mi interior que me dice que no deberíamos dar ese paso.
Y, en efecto, lo había. Ese algo se llama náusea. Porque una cosa es no tener conciencia y otra no tener estómago.
No, la crisis del laicismo se deja ver en episodios como el del Sacre Coeur, que, seguramente, no pasará a la Historia, pero que ilustra mucho a lo que nos enfrentamos. El laicismo no es ni bueno ni malo, simplemente es un desastre. O como diría el gran Borges, los peronistas no son ni buenos ni malos, son incorregibles.
Un último punto, el que tiene menos gracia: en pleno año de la Eucaristía, nos enfrentamos a toda una conspiración contra el Santísimo Sacramento. Las faltas de respeto, así como los hurtos de formas para actividades satánicas, son cada vez más numerosas. Al menos, eso dicen los párrocos. Juan Pablo II ha declarado 2005 el Año de la Eucaristía. Bien sabe lo que se hace el polaco.
Días atrás, una parroquia de la localidad madrileña de San Fernando de Henares era profanada por satanistas para realizar misas negras. Nada ilegal, salvo, supongo, la entrada en una propiedad privada.
Eulogio López