Ningún progreso puede rechazar los principios del islam porque todo su andamiaje ideológico se vendría abajo. Naturalmente no se hacen musulmanes, porque no es una vida muy alegre pero, como el Canchismo, utilizan la inmigración islámica, cuanto más radical mejor, porque es la manera de destruir el cristianismo europeo.
Para mí, lo más definitivo fue lo de Ione Belarra cuando un fanático musulmán -no, no es una reiteración, aunque a veces lo parezca- asesinó a puñaladas a un sacristán e hirió a un sacerdote en Algeciras. De inmediato, la entonces ministra de Asuntos Sociales, una de nuestras más egregias majaderas, se lanzó al plató para explicarnos que, por favor, no cundiera la persecución contra el islam, contra nuestro buen homicida, porque formaba parte de un colectivo "ya muy estigmatizado".
Esta es, justamente, la Europa de hoy. Vivimos una invasión islámica donde se utiliza al musulmán para fastidiar al católico, porque, al progreso, el islam le importa un pimiento, a quien odia es a Cristo.
Es el drama de la decadencia de Europa, que se ha revuelto contra su fundador, porque Europa no se entiende sin el cristianismo. Y ahora hasta está dispuesto que una caricatura de su propia identidad cultural -el islam no es más que una caricatura del Cristianismo, donde llamar padre a Dios constituye una blasfemia- termine conquistando Europa y sin batalla alguna.
Al parecer, Europa imita a España, donde la guerra preferida es la guerra civil.