Occidente ya no piensa, solo se da al sentimentalismo y al consumo.
En las últimas décadas, Occidente ha sufrido una metamorfosis cultural devastadora: la inteligencia ha dejado de ser admirada para convertirse en una carga social. Hoy, el escándalo, la frivolidad y la superficialidad no solo se toleran, sino que se celebran. La ignorancia ha sido convertida en virtud, y la torpeza fingida, en estrategia de éxito.
Un ejemplo bochornos se puede ver en algunos de los comentaristas que aparecen en medios de comunicación como tertulianos, donde el sesgo ideológico aplasta el argumento razonable. Es el caso de Sara Santaolalla, que accede a los platós más como un monigote de feria que por sus aportaciones, sin cuidado de fuentes, sin profundidad y sin rigor. Y no menos grave es el papel de ciertos artistas subvencionados. El tristemente célebre “grupo de la ceja” que, desde su altarcillo de la fama nos pontifican sobre la moral pública, como si fueran oráculos autorizados.
Lógicamente, este fenómeno no es una simple casualidad cultural. Es el fruto de un sistema diseñado cuidadosamente desde hace décadas y donde las redes sociales, los medios de comunicación y los algoritmos han sustituido la razón por la reacción y la comprensión por el sentimiento. El valor ya no está en lo verdadero ni en lo profundo, sino en lo inmediato y las modas que nos llegan viralizadas. De hecho, desde las propias columnas del poder, se empuja hacia esta deriva que se potencia desde la educación escolar y la pérdida de autoridad legal, moral e intelectual. Hoy, la política es de perfil intelectual bajo o muy bajo, porque en la práctica no les interesa la verdad, sino conquistar el poder, el relato en forma de vida.
Las consecuencias inmediatas son que lo superficial ya no son un síntoma, sino una herramienta de manipulación y conducción a las reacciones de la masa acrítica. Los formatos breves para informar de algo que requeriría estudio y reflexión, los chistes virales o eslóganes vacíos, son las nuevas estructuras del lenguaje colectivo. Llamar la atención se ha convertido en la moneda de cambio para “brillar” en la sociedad y el pensamiento crítico, un estorbo para afrontar la realidad: vemos, asumimos y nos ponemos de perfil si de lo que se habla no nos afecta o nos molesta. Vivimos en la montaña rusa de la dopamina y el estímulo rápido pisa al conocimiento de largo recorrido. Basta con ver el Congreso de los Diputados: no debaten de política ni se busca el bien común, ni tan siquiera lo que ahora llaman el interés general, sino que se lanzan sus propias corruptelas como munición para desgastar la imagen del adversario. Mientras, las operaciones pinza entre los diferentes grupos sonrojan al observador.
El nuevo ciudadano occidental no es un pensador, sino un reactor emocional. Y como no es reflexivo, es moldeable. La pedagogía de la inmediatez ha reconfigurado nuestros valores: lo que nos conmueve vale más que lo que es cierto. Esta adicción de “a lo fácil” tiene raíces psicológicas, porque el cerebro premia lo que se denomina fluidez cognitiva, es lo que convierte la superficialidad en verdad aparente. No exige tiempo ni esfuerzo para entender y cubre la necesidad del placer de la inmediatez.
Hoy, la política es de perfil intelectual bajo o muy bajo, porque en la práctica no les interesa la verdad, sino conquistar el poder, el relato en forma de vida
Lo vemos en los grupos de WhatsApp familiares, en las redes sociales, en las tertulias o en las conversaciones del bar. A fuerza de simplificar, reír y evitar la fricción -cuando no el choque- con los demás, a falta de conocimientos o argumentos bien planteados, las personas ya no enfrentan al mundo, lo esquivan, y lo peor, se autocancelan. Amigos, familiares o compañeros ya solo reaccionan al impulso reflejo porque han perdido el filtro de razonar. Replican, pero no reflexionan. El sarcasmo y la ironía se han convertido en los escudos frente a la realidad incómoda de dar una respuesta sincera, elaborada y personal. ¡En fin, pensar está de capa caída! Y así, poco a poco, se ha ido deslizando una norma no escrita que subyace en la mente de todos: escribir, leer, buscar el silencio o no ver televisión, es de esnobs y dudar es perder el tiempo o de personas débiles.
El resultado lo tenemos a la vista: un Occidente anestesiado, acrítico, donde la masa social, sin diferencia de edad ni distinción de clase, se pliega a un guion emocional que se activa o se reprime por miedo al rechazo según la tendencia o moda del momento. Las figuras públicas -muchos artistas, algunos contertulios y bastantes políticos- están vacías y sin criterio, pero dominan los espacios de influencia. Incluso, las voces profundas son desplazadas por no ser parte de la corriente que alimenta el sistema. Solo tenemos que asomarnos a las parrillas de las televisiones públicas y privadas, ¿cuántos programas hay dedicados al debate reflexivo con verdaderas cabezas pensantes, frente a programas de entreteniendo frívolo o programas de ideologización política de marcado sesgo político? Efectivamente, cero de los primeros. Esa es la razón de fondo por la que la mediocridad se impone: no porque falte talento, sino porque el sistema la recompensa.
Hemos pasado del ciudadano pensante al consumidor flojo acomodado a “esto es lo que hay”. Y no es solo una tendencia cultural superficial, que eso podría corregirse. Lo peor es que se ha convertido en una regresión civilizatoria. El filósofo alemán Theodor Adorno llama la atención sobre este asunto, y avisa que “el hombre que no reflexiona, termina obedeciendo pero sin saber a quién”. Y en eso estamos: en la obediencia disfrazada de libertad.
A falta de conocimientos o argumentos bien planteados, las personas ya no enfrentan al mundo, lo esquivan, y lo peor, se autocancelan
La primera víctima de esta transformación no es la democracia ni la educación: es la persona, el individuo que vota y decide por todos. Vivimos en una sociedad que entrena para no pensar y premia la mamarrachada envuelta en autenticidad. Pero, ¿qué es ser auténtico? No es más que otro eslogan vacío, otra careta del conformismo sentimental porque lo auténtico tiene un alto valor en lo exclusivo y nunca hemos sido tan gregarios como lo somos hoy. La pérdida de profundidad no es una simple anécdota o momento transitorio cultural. Es la decadencia propia del final de una era. Pero... ¡Aún queda esperanza! Y de esa esperanza hablaremos en el siguiente artículo.
El arte de pensar (Berenice), de José Carlos Ruiz. Muchos libros de autoayuda prometen metas y fórmulas para ser felices, pero la clave está en desarrollar el pensamiento crítico desde nuestras propias circunstancias. Comprender el contexto y saber interpretarlo nos permite tomar mejores decisiones vitales. La filosofía, con siglos de sabiduría, nos entrena en ese arte, ayudándonos a superar prejuicios y malos hábitos. Así alcanzamos una verdadera higiene mental, imprescindible para construir una vida plena y consciente.
La dictadura de la apatía (Sekotia), de Pablo Cambronero. En palabras del propio autor, ya nos ponemos en sintonía de lo que este libro nos aporta -urgentemente- a comenzar a cambiar: “Recuerden siempre algo importante: si no saben en qué posición se encuentran en esta guerra cultural o desconocen que esta guerra está en marcha y en plena intensidad, es porque están del lado del enemigo. Piénsenlo bien…”.
El fin del mundo es solo el comienzo (BO), de Peter Zeihan. Durante décadas, hemos vivido en un sistema global, eficiente y veloz, donde casi cualquier producto llegaba a casa en horas. Pero ese modelo, sostenido por pocos países, ya no se mantiene. Todo era artificial y provisional. Este texto muestra el fin de la era y anticipa un nuevo orden: cada país tendrá que valerse por sí mismo, con menos población y más desafíos. El cambio global no es futuro: ya ha comenzado.