Gobernar un país no consiste únicamente en gestionar presupuestos, presidir consejos de ministros o firmar decretos. Ser presidente de un gobierno implica una responsabilidad moral que trasciende lo administrativo y se adentra en lo humano: la rectitud de los actos, la veracidad de la palabra dada y la fidelidad al compromiso adquirido con la ciudadanía. La política, en su esencia más noble, no es un oficio para ascender en la jerarquía del poder, sino un servicio al bien común.
Cicerón ya advertía en De Officiis (Cambridge University Press) que “no hay nada más contrario a la dignidad del gobernante que el engaño”. Y es que la verdad y la integridad no son valores opcionales para quien ostenta el mando, sino la base que legitima su autoridad y por lo que los presidentes nacionales, o locales debieran ser juzgados una vez superado su mandato, como se hiciera en el Imperio español y que José Serapio Mojarrieta explica en el Ensayo sobre los juicios de residencia (edición facsímil), entonces otro gallo cantaría, porque en España llevamos años asistiendo a un progresivo vaciamiento de esa dimensión ética, donde el poder se reduce a espectáculo y el compromiso a propaganda, donde ningún responsable político se responsabiliza de la mala marcha de España o su comunidad.
El mes de agosto nos ha dejado un ejemplo paradigmático de ello. Mientras los incendios devoraban miles de hectáreas en León, Orense, Extremadura y Madrid, el presidente, Pedro Sánchez, optaba por mantenerse en su descanso vacacional, limitándose a difundir algunos mensajes a través de la red social X -seguramente, ni escritos por él mismo, sino elaborados por su equipo de comunicación-, como si la realidad del país pudiera afrontarse en la distancia con un mensaje de la factoría de su gabinete de comunicación
Solo cuando la magnitud del desastre resultaba innegable, Sánchez decidió acudir a las zonas afectadas, acompañado por el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska. Y la solución, un nuevo conejo de la chistera sanchista: un pacto de estado, después de mentir diciendo que «hemos puesto todos los medios a nuestro alcance para luchar contra el fuego».
Mientras los incendios devoraban miles de hectáreas en León, Orense, Extremadura y Madrid, el presidente, Pedro Sánchez, optaba por mantenerse en su descanso vacacional, limitándose a difundir algunos mensajes a través de la red social X
¿Por qué digo esto? Porque mientras pronunciaba aquel mensaje de “el cambio climático mata”, -mentira, lo que mata son las leyes ecologistas criminales que nos dictan desde Europa-, su presencia se había hecho posible gracias a un despliegue obsceno de recursos: por un lado, un helicóptero Super Puma de las Fuerzas Aéreas le trasladó de Madrid a Extremadura, mientras que el Audi A8 oficial viajaba en paralelo —y vacío— por carretera para esperarlo allí y recorrer unos kilómetros por la zona. Posteriormente, le aguardaba en Badajoz un Falcon para devolverlo de inmediato a la capital. Tres medios de transporte distintos, caros y cuya huella de carbono es impresentable, para una visita de apenas dos horas. El mensaje subliminal es devastador: Sánchez predica austeridad ambiental, pero luego practica un derroche contaminante sin el menor sonrojo.
En política, la incoherencia entre discurso y práctica es más que una contradicción, realmente es una forma de desprecio hacia la ciudadanía. El filósofo francés Alain -seudónimo de Émile-Auguste Chartier- recordaba que «el poder es puro en la medida en que se ejerce como servicio; se degrada en cuanto se convierte en privilegio». Lo que en un gobernante debería ser ejemplaridad se transforma en escaparatismo vacío, donde cada acto público se mide por la oportunidad mediática y no por la realidad de su eficacia.
El caso de Sánchez, una vez más, se revela como un patrón recurrente: el culto a la imagen, la política bunkerizada en un reducido círculo de colaboradores y la incapacidad de mostrar empatía real con quienes sufren. En lugar de transmitir cercanía, proyecta egocentrismo que no puede ni evitar cuando se dirige a los ciudadanos, como se vio cuando dijo «yo estoy bien». En lugar de generar confianza, a su alrededor se extiende la susceptibilidad. Y, sobre todo, muestra una preocupante tendencia psicopática, en la medida en que las necesidades ajenas se subordinan a su propio guion personal.
El caso de Sánchez, una vez más, se revela como un patrón recurrente: el culto a la imagen, la política bunkerizada en un reducido círculo de colaboradores y la incapacidad de mostrar empatía real con quienes sufren
Esta forma de liderazgo hace mucho daño, porque la democracia se degrada cuando quienes deberían encarnarla hacen de ella una farsa y una utilización personalista o partidista de este sistema de gobierno. De hecho, algunos dirigentes desde la oposición ya han señalado este contraste. El presidente de la Junta de Castilla y León, Alfonso Fernández Mañueco, lamentó tras los incendios la «ausencia prolongada de liderazgo del Gobierno central», subrayando que la ayuda del Estado llegó tarde y mal coordinada. Y es que, cuando el presidente de un país se convierte en un actor más preocupado por la foto que por la acción, el vacío institucional se agrava.
No es exagerado recordar aquí a Séneca, que advertía que “la verdadera grandeza consiste en ser dueño de uno mismo, no en mandar sobre los demás”. Quien ocupa la presidencia de un Gobierno debe tener claro que el poder recibido no es un cheque en blanco para el capricho, sino un mandato para ejercer la virtud pública. Ahora es G. K. Chesterton, quien nos dice en el capítulo 2 titulado “Sobre el espíritu negativo” de su ensayo Herejes (Acantilado), apunta con el dedo: “Nadie tiene derecho a usar la palabra ‘progreso’ a menos que tenga una fe definida y un código de moral férreo”.
España necesita volver a la raíz clásica y cristiana del poder entendido como servicio. Como recordaba San Agustín en La Ciudad de Dios: “Un reino sin justicia no es sino una gran banda de ladrones”, y esta cita llega como un guante a la mano con el Gobierno de Pedro Sánchez. Sin justicia, sin verdad, sin honestidad, la política se convierte en un botín.
Un presidente debe ser un referente moral, un servidor del bien común, un hombre de palabra. Pedro Sánchez, una vez más, ha demostrado que en su ejercicio del poder prevalece el cálculo sobre la convicción, la propaganda sobre la verdad y el yo sobre el nosotros. Y este es el otro incendio que arrasa hoy a España: la destrucción de la confianza en la política como espacio de servicio y compromiso.