Como hemos avanzado en otras ocasiones, la polarización de un país cava trincheras ideológicas que atan a los militantes a aguantar, caiga quien caiga y pase lo que pase. El interés personal se sustituye por el interés del líder, lo que hace desaparecer el pensamiento crítico y la reflexión personal queda cegada. Que el Partido Socialista siga teniendo un caladero de votos de más de seis millones de votantes —según las estadísticas de intención de voto— confirma lo que venimos diciendo. Esto nos lleva a concluir que la corrupción está sostenida por quienes la permiten.
Desde la llegada de Pedro Sánchez al Gobierno mediante una moción de censura para combatir la corrupción del Partido Popular cuando Mariano Rajoy era el responsable del Ejecutivo, el PSOE ha tejido lo que puede entenderse como una estructura diseñada para asegurar que —sea de forma activa o pasiva— sus intereses prevalezcan, neutralizando disidencias, críticas o investigaciones. Es decir, lo que venimos denominando corrupción estructural.
El relato oficial que justificó la moción apelaba a la necesidad de regeneración. Paradoja o no, los mecanismos de poder puestos en marcha a las órdenes de Sánchez han tendido a consolidar una hegemonía estatal, no solo a través del control del aparato gubernamental, sino, sobre todo, mediante la usurpación —directa o indirecta— de los resortes del Estado.
Uno de los pasos fundamentales ha sido la “colonización” de numerosas entidades públicas mediante la asignación de cargos a “socialistas afines”. Tal es esta colonización que en siete años de gobierno al menos cuarenta entidades públicas han sido objeto de esta estrategia.
Tal cantidad de acciones no es casual. El objetivo es asegurar la lealtad de cúpulas administrativas, regulatorias o económicas para que su gestión responda al mantenimiento de ciertos privilegios, influencia e impunidad. Las tácticas son tan básicas como el nepotismo, purgar disidencias internas y controlar el aparato administrativo del Estado, desde organismos reguladores hasta empresas públicas, configurando un sistema en el que el poder ejecutivo se prolonga más allá de su ámbito inmediato.
Desde la llegada de Pedro Sánchez al Gobierno mediante una moción de censura para combatir la corrupción del Partido Popular cuando Mariano Rajoy era el responsable del Ejecutivo, el PSOE ha tejido lo que puede entenderse como corrupción estructural
Pero la dominación institucional no basta. Para consolidar una hegemonía real y mantener la impunidad, es imprescindible controlar el relato. Aquí entra en juego la compra de intereses económicos y financieros en medios de comunicación, incluyendo medios públicos, como es el caso de la bochornosa actuación diaria de TVE, más conocida como Telepedro. La servidumbre de estos medios permite que la línea editorial se convierta en una cámara de eco de Moncloa, porque dependen de subvenciones, publicidad institucional o de la propia estructura estatal. Estos pagos legales —en apariencia— se convierten de facto en mordidas, porque los medios eligen no combatir la verdad, sino en propagar como un aparato más del estado. Así, críticas o investigaciones se silencian o invierten la realidad para perseguir al disidente. Esta relación entre poder económico, político y mediático es esencial para que la corrupción estructural sea una realidad.
La tercera pata de esta estructura se inserta en el tejido empresarial. Empresas de interés nacional —energéticas, comunicaciones, defensa, infraestructuras— acaban sometidas mediante participaciones compradas con dinero público, contratos ad hoc y relaciones financieras dirigidas, lo que las convierte en instrumentos del Gobierno. No se trata solo de ganar elecciones: se busca controlar el poder real, la economía, los flujos financieros y la contratación. Es decir, las palancas fundamentales del Estado.
Todavía quedan espacios no completamente colonizados: el poder judicial y los cuerpos de investigación destinados a la corrupción. Pero también aquí la presión es evidente. La UDEF, dependiente del Ministerio del Interior, que regenta Fernando Grande-Marlaska, está bloqueada “sin nada qué hacer”, mientras la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil —dependiente de la judicatura— sufre filtraciones, presiones y maniobras de desgaste desde que investiga las corruptelas del Gobierno, de familiares de Pedro Sánchez o del PSOE. Como esto se les resiste, llega el “regalo envenenado”: el Gobierno ha ascendido a general de brigada al coronel Rafael Yuste, jefe de la UCO, y ha condecorado al teniente Antonio Balas. Ambos cerebros investigadores son así apartados mediante el método clásico: la patada hacia arriba. Todo perversamente ejecutado.
Este asedio institucional a la justicia representa la fase más delicada del proceso: si se derriba esta valla, la colonización de todos los resortes del Estado se completaría.
La democracia se vacía de contenido cuando quienes deben servir al pueblo se convierten en privilegiados. La separación de poderes se debilita, la justicia pierde independencia, la administración pública se politiza y el ciudadano pierde confianza en las instituciones
Nos podemos preguntar, qué supone para la democracia una estructura corrupta que lo controla todo sin contrapoderes. Pues que la democracia se vacía de contenido cuando quienes deben servir al pueblo se convierten en privilegiados. La separación de poderes se debilita, la justicia pierde independencia, la administración pública se politiza y el ciudadano pierde confianza en las instituciones. Y lo peor, genera desencanto, abstención, resignación y radicalismo, un mal para la estabilidad social, moral y política de España.
La recuperación institucional exige medidas firmes: convocatoria inmediata de elecciones, devolver a las instituciones su espacio legítimo, emprender reformas constitucionales profundas, controlar los conflictos de interés, garantizar medios independientes y fomentar una cultura de integridad y responsabilidad civil.
Recuperar una democracia real exige valentía, transparencia, un regreso al orden institucional y, sobre todo, la convicción de que el Estado no es un botín, sino patrimonio de los ciudadanos. ¿Están preparados quienes vengan para trabajar duramente con la España rota que recogerán?
La huella de Sánchez (Esfera de los libros), de José Antonio Zarzalejos. El mandato de Sánchez ha levantado un “muro” político que divide a España y erosiona el sistema constitucional de 1978. El autor analiza cómo el sanchismo, heredero del zapaterismo y cercano a las democracias iliberales, practica el frentismo, vulnera límites institucionales y se apoya en fuerzas nacionalistas. Esta dinámica incluye presión sobre la Justicia, hostilidad mediática, repunte de corrupción y una relación degradada con el Rey, pieza clave del orden constitucional.
Gomorra (Debolsillo), de Roberto Saviano. Interesante relato histórico de como una leyenda de la mafia logró un poder casi omnímodo gracias a la red de corrupción estructural que llegó a alcanzar. El paralelismo de esta narración con la evolución del Gobierno en sus últimos años, casi hace reír si no fuera tan grave. Mientras tanto, sus votantes siguen como los aztecas sacrificando sus vidas para que el sol siga saliendo día tras día.
Poder y Política (Pons edic.), de Jorge Benedicto y María Luz Morán. En lo que va de siglo XXI, la sucesión de crisis y transformaciones ha desbaratado muchas de las certezas que teníamos sobre el futuro de la democracia, el Estado y la globalización. No hemos regresado al pasado, pero sí entrado en un escenario nuevo, marcado por la complejidad y la incertidumbre. La fragmentación identitaria, la tensión entre lo local y lo global y la aparición de nuevos actores definen este tiempo, ¿España forma parte de este cambio?