En pleno 2025, los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) confirman lo que muchos aún se resisten a aceptar: España está muerta demográficamente. La población autóctona española, aquella nacida de padres españoles, mengua año tras año. En gran parte del norte peninsular -Asturias, Galicia, León, Zamora, Orense, Soria o Palencia- la situación ya ha alcanzado niveles alarmantes: mueren cuatro, cinco e incluso más personas por cada bebé nacido de madre española. La sangría demográfica es tan evidente como silenciada, y revela un proceso de despoblación que no solo es irreversible en ciertas zonas, sino que amenaza con descomponer la estructura social y económica del país.
Los nacimientos han colapsado. La fecundidad entre mujeres españolas se encuentra en mínimos históricos -1,09 hijos por mujer en 2023-, muy lejos de la tasa de reemplazo generacional (2,1). Esta anemia demográfica es consecuencia directa de décadas de políticas públicas que han desincentivado la maternidad, han promovido la desestructuración familiar y han hecho prácticamente inviable, para miles de jóvenes, formar un hogar estable y tener hijos. El resultado es una sociedad envejecida, fragmentada y sin esperanza en el relevo generacional.
La situación ya ha alcanzado niveles alarmantes: mueren cuatro, cinco e incluso más personas por cada bebé nacido de madre española
Frente a esta debacle, se nos ha vendido durante años la idea de que la inmigración masiva serviría como solución milagrosa. Sin embargo, los datos desmienten con crudeza esta promesa. La inmigración que llega a España en masa -más de 600.000 personas netas solo en 2023- no está resolviendo el problema. Ni lo resuelve en el plano demográfico, porque tampoco tienen hijos y los que los tienen piensan en volver a su país de origen en algún momento, ni lo hace en el económico, porque muchos de ellos no trabajan, sino que son mantenidos por subvenciones y ayudas públicas. Sin ir más lejos, muchos de estos inmigrantes, especialmente los ilegales, ni cotizan ni producen riqueza, mientras que son mantenidos por un Estado del bienestar que, paradójicamente, ellos mismos no contribuyen a sostener.
La realidad es que gran parte de esta inmigración no está integrada ni laboralmente ni culturalmente. No hay exigencia, ni control, ni un proyecto de integración real. El modelo no es meritocrático, ni selectivo, ni exige reciprocidad. En su lugar, hemos construido una sociedad paralela donde miles de personas viven en la informalidad, acceden sin restricciones a la sanidad y los servicios sociales, pero no aportan ni en términos fiscales ni productivos. Y lo más grave: en muchos casos, ni siquiera se les puede exigir que trabajen, por razones legales o porque su situación administrativa lo impide.
Este modelo es insostenible. No solo no corrige la pirámide invertida de las pensiones, sino que la agrava. Se suponía que el flujo migratorio reequilibraría el sistema contributivo, pero lo que ha ocurrido es lo contrario: el número de beneficiarios del sistema aumenta, mientras que la base de cotizantes reales se precariza. El número de inmigrantes afiliados a la Seguridad Social puede haber superado los tres millones, pero eso no compensa ni remotamente el peso creciente de los mayores de 65 años ni la pérdida acelerada de población nativa activa. Para colmo, el nivel medio de cualificación de la nueva población inmigrante es, en general, inferior al de los españoles nativos, lo que reduce su capacidad de aportar valor añadido.
La consecuencia de esta dinámica es clara: el tejido productivo se debilita. La economía gira cada vez más en torno a sectores de bajo valor (hostelería, turismo, servicios básicos), mientras que la innovación, la industria y el emprendimiento retroceden. A medida que el país envejece y se descompone familiarmente, lo que emerge es una sociedad asistencialista, clientelar y cada vez más fracturada, tanto en lo económico como en lo cultural. No se promueve el mérito, ni el esfuerzo, ni la responsabilidad familiar. En su lugar, se ha impuesto un discurso buenista que confunde solidaridad con rendición. Bajo el pretexto de los “derechos humanos” y la “diversidad”, se han abierto las puertas sin condiciones, sin límites y sin previsión.
El problema se agrava por la total falta de control en las políticas migratorias, diseñadas desde Bruselas con criterios ideológicos y ejecutadas sin filtro por gobiernos como el de Pedro Sánchez, que ha hecho de la inmigración masiva un eje irrenunciable de su proyecto, desde donde quizá se esconde un saco de votos futuros que salve a la izquierda populista de desaparecer en próximos comicios. El resultado es una España en la que ya no hay capacidad hospitalaria suficiente, porque todos tienen derecho a todo, aunque no todos contribuyan. Una sanidad colapsada, una educación saturada, y un sistema fiscal que castiga a la clase media trabajadora para sostener una maquinaria estatal de peso mórbido que se hunde.
¿A quién beneficia esta sustitución silenciosa? Porque no se habla del dato más devastador de todos, y es que desde 2011 nacen menos españoles cada año de los que mueren. Y la realidad es que, a estas alturas, hemos perdido 1,7 millones de españoles autóctonos y no nos queda más remedio que preguntarnos, si es sostenible que un país renuncie a su propia continuidad biológica, nacional, industrial y cultural.
No hay respuestas fáciles, pero sí hay un punto de partida claro: reconocer la verdad. Alejarnos de los populismos vengan de donde vengan. España está en una encrucijada existencial y aún se puede actuar. Tenemos tiempo —poco— para revertir esta deriva. Pero eso requiere voluntad política, visión a largo plazo y, sobre todo, valentía para decir lo que nadie se atreve a decir: sin españoles, no hay España. Y sin una España que apueste por la natalidad, la familia, el esfuerzo y la integración responsable, lo que tendremos no será un país nuevo, sino un territorio ocupado por una amalgama social sin proyecto común. Y eso no es futuro. Es ruina.
Historia económica de la población mundial (Booket), de Carlo M. Cipolla. En esta obra concisa y lúcida, el profesor Cipolla ofrece una panorámica excepcional sobre la historia de la humanidad, desde la revolución agrícola hasta la era moderna. Analiza la evolución demográfica global, el uso de los recursos económicos y los grandes retos actuales, como el crecimiento poblacional, la limitación de la energía, la expansión del conocimiento técnico y la función esencial de la educación en las sociedades postindustriales.
El suicidio demográfico de España (Homo Legens), de Alejandro Macarrón. Aunque el libro tiene fecha de edición 2011, no fue nada más que el anticipo de la confirmación de lo que está pasando hoy. Entonces decía la sinopsis: “Con nuestra bajísima natalidad, España está abocada a envejecer y despoblarse de forma progresiva. Y con ello, al empobrecimiento colectivo y a una sociedad que languidece por falta de savia joven. La alternativa es la repoblación masiva por extranjeros procedentes de países más pobres y con otras culturas. Pero esto, que en opinión del autor es, en todo caso, mejor que la despoblación, conlleva inconvenientes y riesgos evidentes.” Hoy lo vemos en nuestras calles.
Desde el siglo XVIII hasta la crisis de los refugiados (Catarata), de Tomás Gómez Franco y Joaquín Leguina Herrán. Desde el siglo XIV hasta el XIX, Europa estuvo marcada por una alta mortalidad causada por epidemias como la peste o el cólera. Hoy esas enfermedades han desaparecido, al igual que el modelo clásico de familia. Las diferencias entre familias nórdicas y latinas se han difuminado, y la fecundidad española ha caído drásticamente. Este libro analiza fenómenos como la nupcialidad, la fecundidad o la emigración han cambiado profundamente en España.