En el Día de los Muertos nada mejor que subvertir la estúpida idea de que resulta muy difícil convencerse de la existencia de la vida eterna. Yo creo que es justo al revés.
Antes de contarle por qué, una derivada, a las que soy tan aficionado, condición que tiene la virtud de sacar de sus casillas a todos cuantos me rodean: lo natural no es sino una derivada de lo sobrenatural. Por eso, cuando lo natural no aspira a lo sobrenatural, se queda en antinatural. Esta última proposición es la más interesante y brillante de todas, razón por la que no es mía: es de Chesterton. Pero se la robo y no pasa nada.
Quiero decir que cuando una verdad de fe nos suena rara, cuando menos extraña o difícilmente aceptable, no suele ser porque estemos confundidos con lo invisible y elevado sino que nos hemos estancado en lo prosaico, en el mueble con el que tropezamos cada mañana.
¿Por qué existen todos los argumentos y alguno más para concluir que existe una vida eterna, que empieza más allá de la muerte? Sencillo: ¿qué es la muerte? La separación entre el cuerpo y el alma. Si lo prefieren en laico, la separación entre el cuerpo y el espíritu, o la psique, o la mente, o la personalidad, o la sensibilidad o el aura, o como quieran llamarlo... de inmediato, la materia comienza a degenerar.
Ahora bien, el espíritu no tiene partes que separar, ni empieza ni termina en sitio alguno, está fuera del espacio y también del tiempo, al menos si éste lo definimos como la duración de lo mudable.
En resumen: podemos matar al cuerpo pero no al espíritu. El espíritu sobrevive al cuerpo porque no puede morir.
¿Y qué es el espíritu? Es lo que conoce y ama, nada menos que eso... y no tiene otro remedio que vivir eternamente.
Ergo, ¿mis seres queridos han muerto? Su cuerpo sí, pero siguen tan vivos como yo, sin materia pero libres de las lamentables limitaciones del espacio y del tiempo.
Día de Difuntos. ¿Estás muerto? De eso nada, monada. La vida es eterna. No puede ser de otro modo.