En pleno siglo XXI, una pregunta -¿qué es un hombre?- se ha vuelto desconcertante. El relativismo nihilista imperante, hace incontestable cualquier pregunta porque ya no es común ni lo evidente. Al contrario, se fragmenta en un sinfín de interpretaciones subjetivas, ideologizadas y, con frecuencia, ajenas a la realidad biológica o psicológica más elemental.
Los varones viven desorientados: Niños sin referentes que les guíen hacia la madurez; jóvenes reprimidos por miedo a ser tachados de “tóxicos”; padres que renuncian a su estilo masculino y acaban convertidos en madres-bis; adultos que se sienten culpables, pero sin saber muy bien qué han hecho de malo.
Mientras, la mujer contemporánea ha conquistado espacios que antes le estaban vedados, y eso está muy bien. Pero en ese proceso de afirmación, ha emergido una corriente ideológica que confunde emancipación con negación del varón. El mensaje es que ya no hacen falta hombres ni siquiera para la procreación. El laboratorio sustituye al encuentro humano, y con ello se disuelve el vínculo natural que unía amor, paternidad y familia. En un futuro que ya está aquí, muchos hijos crecen sin figura paterna, sin la necesaria alteridad que complementa y equilibra la educación afectiva y moral.
El feminismo radical ha elevado a dogma la sospecha hacia la masculinidad, porque las ideologías de género y la subcultura woke, junto a ciertas legislaciones positivistas, le han desplazado. Se exalta a la mujer “liberada” que vive sin hombres, mientras se desprecia a la otra mujer con vínculo masculino, supuestamente sometida al opresivo o retrógrado rol de “mujer de”. Pero la realidad desmiente este relato. Es conocido en países desarrollados, el aumento de la soledad femenina y, en consecuencia, el consumo de ansiolíticos, denominado por los psiquiatras por “la tristeza de la mujer de éxito”.
Es el filósofo Philippe Redeker quien nos ha clasificado en «la era de la deconstrucción». Realmente hablamos de la esencia de la ideología progresista: todo lo heredado, nuestro pasado histórico (roles, tradiciones, costumbres…), es sospechoso. Como advertía Roger Scruton, «destruir es fácil, pero crear algo que dure requiere paciencia y amor por lo recibido». Ese desprecio hacia lo anterior impide el reconocimiento de muchos hombres de épocas pasadas -padres, trabajadores, creadores-, hombres que no fueron tiranos, sino constructores silenciosos del bienestar que hoy disfrutamos.
Desde el punto de vista simbólico, la cultura actual exalta valores típicamente femeninos mientras ridiculiza los valores viriles como la firmeza, el sacrificio o el heroísmo. Y, sin embargo, está demostrado que una sociedad sana necesita de ambos. La auténtica libertad femenina no consiste en prescindir del hombre, sino en convivir con él en igualdad y respeto. Una mujer bien acompañada no pierde independencia: gana serenidad, confianza y espacio para desplegar sus talentos. Un hombre implicado en su hogar, con su estilo masculino propio, no resta autoridad a la madre: libera a la familia de los excesos del amor posesivo y contribuye al equilibrio emocional de los hijos.
Por eso resulta absurdo y contraproducente fomentar una cultura de enfrentamiento entre los sexos. Nunca ha habido una generación masculina más dispuesta al compromiso familiar y afectivo. Negarlo por prejuicio ideológico es tan injusto como negar los logros del feminismo.
Sin duda, para esta polarización de sexos, además de una ideología empujada desde las instituciones, apalancada por determinadas leyes y propagada de forma eficaz desde los medios de comunicación, ha sido un éxito, aunque no beneficie ni al hombre ni a la mujer. Todos salimos perdiendo, excepto ciertas élites que confían en que una sociedad dividida es más fácil de manejar.
Pero las tesis marxistas de proselitismo, de unos contra otros, no es suficiente sin un oponente a la “libertad y los derechos sociales y/o humanos”. Para que la fórmula funcione correctamente se necesita una víctima y un verdugo. En este sentido, María Calvo, habla sobre la postura victimista de la mujer: “Ser víctima está de moda en el nuevo feminismo porque esta postura es mucho más cómoda que mostrarse fuerte, independiente y madura. La mujer víctima es la heroína de nuestro tiempo. Sentirse víctima se ha acabado convirtiendo en una señal de prestigio, porque exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable”.
Por supuesto, no decimos que no haya mujeres víctimas de una masculinidad mala. Lo que reflejamos es lo que Scott Lyons, psicólogo, apunta de que en Occidente estamos viviendo una epidemia de dramatismo, en parte, por las redes sociales y la consiguiente economía de la atención. Dice Scott: «El mundo entero es nuestro escenario para representar este gran drama y que se premie con likes».
Un hombre implicado en su hogar, con su estilo masculino propio, no resta autoridad a la madre: libera a la familia de los excesos del amor posesivo y contribuye al equilibrio emocional de los hijos
El reto ahora no es seguir enfrentando masculinidades y feminidades, sino reconciliarlas. El hombre necesita reconocerse, entender sus errores, pero también reconciliarse consigo mismo sin pedir perdón por existir. A nivel social, urge restaurar la confianza en la masculinidad. Como advertía Betty Friedan, pionera del feminismo, «los hombres no eran realmente el enemigo; eran víctimas, como nosotras, de una mística de la masculinidad que les hacía sentirse innecesarios cuando no había osos que matar».
Este artículo está inspirado en la nueva publicación de María Calvo, de su próximo libro Miedo a ser hombre, que verá la luz en 2026.
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