Los últimos sucesos en la política nacional de España, han provocado aún más la decepción y el distanciamiento de los ciudadanos con la clase política dirigente. Pedro Sánchez, guste o no, es la máxima autoridad del estado, y durante su comparecencia de la comisión de investigación en el Senado, su falta de respeto y comportamiento fue lamentable, descalificando de esta forma a las instituciones que él mismo debería proteger. Rodeado de corrupción a todos los niveles: familia, partido, gobierno y tanto en España como fuera de nuestro país. La oposición con políticas tácticas, con estrategias que nos son políticas, mientras el resto del arco parlamentario solo está interesado en su poder partidista. España y los españoles no somos su prioridad.

Esta situación nos lleva a una grave conclusión por lo que está sucediendo en Occidente en las últimas décadas: nuestro sistema político, la democracia liberal, sostenida por la alternancia del poder y la promesa de una sociedad del bienestar, ha entrado en una fase de agotamiento moral y estructural. De ser un modelo que confiaba en instituciones sólidas y en la confianza cívica, ha caído en una praxis que erosiona la legitimidad. En España, la alternancia se ha convertido en un pulso de poder: el servicio público cede terreno ante la táctica, la propaganda y la corrupción. El bien común ya no es el horizonte compartido; y la política, lejos de unir, alimenta una polarización cada vez más marcada.

La corrupción ya no se limita al dinero o al cargo: alcanza la razón misma. Cuando el poder deja de servir a la verdad y a la justicia, se degrada la concepción de persona, de sociedad y de trascendencia. Se legisla por intereses privados, se manipulan las palabras hasta vaciarlas de sentido y se erosiona la confianza cívica. De ahí surge el hartazgo ciudadano, la indiferencia ante lo público y el auge del populismo como respuesta desesperada a una clase política desconectada.

La sociedad del bienestar, que en su origen fue un instrumento de justicia social, se ha convertido en un cepo político. Nadie se atreve a reformarla, pese a que se ha vuelto insostenible y el sistema de pensiones está en vilo, porque el gasto público ha crecido desproporcionadamente desde el inicio de la democracia, sin que ello se traduzca en un bienestar ajustado cada etapa de nuestra historia. No solo es España, también Francia, Alemania y el Reino Unido muestran síntomas similares: Estados sobredimensionados por la inclusión de una inmigración sin control y sin producir, por lo que en consecuencia el sistema termina protegiendo menos a los ciudadanos.

Ante este escenario, urge una revisión filosófica del modelo democrático. No basta con reformas técnicas ni cambios de siglas: es indispensable un nuevo fundamento ético y antropológico de la política. La salida no es una simple “nueva izquierda” o una “nueva derecha”, sino una renovada mirada sobre la persona y su dignidad. Hay que volver al origen de todo: al ser humano.

De ahí nace la propuesta de una democracia humanística: una democracia que, sin renegar de las instituciones liberales, recupere el sentido moral y comunitario de la vida pública. No se trata de imponer una “democracia cristiana” en sentido confesional, sino de inspirar la acción política desde un humanismo clásico, donde la persona es fin y nunca medio. Como recordaba Benedicto XVI, una sociedad que no reconoce la verdad ni el bien común acaba sometida a la arbitrariedad del poder.

El comunitarismo ofrece un marco fecundo para esta renovación. Frente al predominio del individualismo en las democracias liberales, sostiene que la realización personal se da dentro de redes naturales: la familia, el barrio, la nación. La vida social no debe imponerse desde el Estado, sino desde la cooperación libre y solidaria entre las personas. Este marco se alinea con principios de la Doctrina Social de la Iglesia: subsidiariedad, justicia y solidaridad; el poder debe apoyar, no sustituir; acompañar, no dominar desde un intervencionismo cada día más asfixiante, que controla a la sociedad pro a sus legisladores.

La democracia humanística debe traducirse en reformas prudentes pero firmes. Mandatos limitados por ley, que eviten la perpetuación en el poder y promover la rendición de cuentas. Separación real de poderes, especialmente entre legislativo y judicial, para blindar la independencia institucional. Exigir a los candidatos un mínimo de experiencia laboral civil: al menos diez años de vida profesional fuera de la política para optar a cargos públicos. La elección directa de representantes, y dejar las listas cerradas de partidos. Reforzar la subsidiariedad, fortaleciendo la acción de comunidades locales, familias y asociaciones frente al intervencionismo estatal. Educación cívica y ética social, centrada en la dignidad de la persona y en la responsabilidad compartida. Defensa de la cohesión nacional, impidiendo partidos, movimientos o asociaciones que alteren el orden constitucional, siempre dentro de una apertura al pluralismo y al diálogo.

Todo ello debe hacerse con prudencia y sin instrumentalizar la religión. La Iglesia, como enseñó Juan Pablo II, no propone modelos políticos, sino principios que iluminan las realidades humanas. Su misión es servir de conciencia moral de la sociedad, no convertirse en un ente público de poder.

La democracia humanística es, en última instancia, un proyecto de reconciliación entre libertad y verdad. No busca imponer creencias, sino devolver a la política su raíz moral y su vocación de servicio. En un mundo cada vez más polarizado, la cultura hispánica, con su sentido de comunidad, trascendencia y realismo moral, puede aportar el sustrato necesario para esta regeneración democrática.

La ruta no es fácil, pero sí viable: una política al servicio de la persona, donde la vida, la familia y la justicia social vuelvan a ser el fundamento de la vida pública. Solo así la democracia podrá reencontrar su verdadera razón de ser: el bien común al servicio de la dignidad humana.

La culpa es nuestra (La esfera de los libros) Benito Arruñada. Este libro sostiene una idea incómoda: las instituciones no fracasan solo por los políticos o las élites, sino porque reflejan nuestras propias decisiones, muchas veces ingenuas o contradictorias. Con lucidez y rigor, el autor analiza cómo, como votantes y ciudadanos, alimentamos el sistema que criticamos. Lejos de la queja, propone una salida madura: una ciudadanía informada, responsable y consciente de que, si la culpa es nuestra, también lo es la solución.

Cómo Sánchez destruye España (Sekotia) Miquel Giménez.  España enfrenta una crisis sin precedentes bajo el mandato de Sánchez. La desinformación se percibe como norma, la fractura política como táctica, y el porvenir nacional parece capturado por intereses personales y partidistas. Según Miquel Giménez, periodista y vinculado al PSC, el sanchismo sería un virus que corroe las instituciones desde dentro: justicia, educación, medios, sindicatos y fuerzas armadas. El libro propone resistencia para recuperar verdad, unidad y orgullo nacional.

El comunitarismo y sus fronteras (Universo de Letras) Sammy Jacobo Drobny Abaud. El comunitarismo, como toda teoría política, tiene el propósito de ofrecer un marco claro que ayude a los ciudadanos a orientarse hacia las formas de organización que mejor fomenten su felicidad. Así, esta obra revisita el concepto de espacio público, justicia, propiedad, familia, nación, y la creación y distribución del poder político y económico, buscando la paz social. A través de capítulos y citas, señala el papel central de Dios y del ser humano para entender el tiempo, el espacio y la realidad, proponiendo principios comunitarios frente al liberalismo y al estatismo predominantes.