Creo en Dios padre, en cierta fraternidad humana, la estrictamente necesaria para mantener la convivencia y para sentirme a gusto conmigo mismo, y creo -esto es importante- que resulta innecesario romperle la crisma al vecino cuando dice una pavada: déjale al pobre diablo en su necedad. Basta con que tenga para comer a fin de que pueda subsistir… y pueda seguir diciendo pavadas.

Es el hombre del siglo XXI: el teofilántropo. Y ojo, no es un estúpido. No es ateo o un agnóstico, porque hay que ser muy idiota, muy amante de lo imposible, un frustrado de la contradicción, para intentar explicar el mundo y al hombre sin Dios. Los esfuerzos inútiles están condenados a la melancolía y provocan mucha mala leche.

El teofilántropo tampoco es un deísta, un hombre que cree en el Gran Relojero, ese dios que crea el mundo y luego se olvida del hombre, pero, como me confesara un compañero periodista, tras leer mi panfleto ‘¿Por qué soy cristiano y, sin embargo, periodista?’… “Yo no puedo creer en un Dios que está pendiente de mi palabra”. Y sin embargo, un Dios pendiente de la palabra del hombre constituye la mejor definición de la historia del mundo.

Un Dios pendiente de la palabra del hombre constituye la mejor definición de la historia del mundo y del hombre

Al tiempo, nuestro teofilántropo sabe que el mundo no puede sobrevivir -sólo sobrevivir, vivir ya es otra cosa- sin un punto de fraternidad entre los miembros del club. Entre otras cosas porque no hay paz sin justicia, ni justicia sin perdón… y de poco sirve el perdón sin arrepentimiento por parte del perdonado.

Insisto, en el caso del teofilántropo, no hablo de fraternidad por amor sino por puro instinto de supervivencia. Hasta el mismísimo Jeff Bezos, el mismísimo Bill Gates o el mismísimo George Soros -tres modelos de filantropía- entienden, y su orgullo aún lo entiende mejor, que se precisa un cierto espíritu, al que antes llamábamos caridad y ahora ONG, para mantener en pie el tinglado de Naciones Unidas.

Eso sí, se trata de una caridad circunscrita a lo estrictamente material. Conviene que todos tengan para comer pero si no tienen para comer lo mejor es que no existan, así no sufren. Y si existen que se conformen con satisfacer sus necesidades primarias, de modo cuasi instintivo: ¿Acaso los perritos no son felices? Al menos lo parecen.

La pregunta es: ¿El cristiano puede conformarse con la teofilantropía? Naturalmente que no. Con ella no se vive una vida plena, sólo se sobrevive. En ello estamos.

En plata, el teofilántropo cree más en Dios que en Cristo y defiende la solidaridad y la tolerancia. No sé de qué se quejan: se trata de todo un demócrata. En cuanto controlen sus bostezos aprenderán a convivir con él. No le enseñarán la ciencia de la vida pero sí el kit de la supervivencia. Menos da una piedra y más daño hace.