Cuando el fundador del Opus Dei llegó a Roma nada más terminar la II Guerra Mundial en el Vaticano le dijeron que se había adelantado medio siglo. En efecto, eso de que la santidad, el ser perfectos como Vuestro Padre Celestial es perfecto, era para todos, no sólo para curas, era casi un asomo de soberbia. Sin embargo, apenas 20 años después, el Concilio Vaticano II siguió precisamente eso y nada más que eso: que todos tenemos que ser santos.
No es un pecado de presunción, es la teoría de las manos vacías de Santa Teresa de Lisieux: lo único que puede ofrecerte, Dios mío, es mi miseria, porque es lo único que es mío. Pero me apropio de todos tus méritos para ser perfecta.
Pasamos de la apariencia de máxima soberbia a la humildad de aquel que ha hecho cosas grandes en mí porque ha visto la humillación de su esclava.
El Día de Todos los Santos, los del santoral y los otros, que seguramente son muchos más, representa una proposición a cambiar de vida, o a vivir una vida nueva, si lo prefieren... a ser perfectos, nada menos.
El mensaje de San Josemaría Escrivá sobre la santificación en medio del mundo, como el mismo santo recordaba... no lo inventó él, ha estado presente desde el mismo nacimiento de la Iglesia. Y no es una opción, es una orden que, como todo lo que viene de Cristo, no se discute: o se cumple o se niega pero no se puede discutir. Solo los tibios la discuten y por eso, dado que no eres frío ni caliente, porque eres tibio, estoy para vomitarte de mi boca.
Sí, esto último va un poco forzado, pero es que me moría de ganas de decirlo. Y no, no todos los miembros del Opus Dei son santos, al menos los que aún no han muerto.