Sólo con ver cómo trata un sacerdote a Jesús Sacramentado percibes si cree o no cree en que las especies que manipula se han convertido, tras las palabras consagratorias, en el mismo Cristo, el Verbo Encarnado... o un mero trozo de pan.
De nosotros, los fieles, podría decirse algo parecido: basta con contemplar cómo acudimos al templo para celebrar la Eucaristía, o según nos comportemos durante la Misa para comprobar si realmente creemos que en el pan eucarístico está Dios o sólo un trozo de pan. Y lo peor: viendo cómo comulgamos, y a pesar de la rutina de hacerlo frecuentemente, podemos saber el alcance de nuestra fe.
Sí, ya sé que no debería preocuparme de los demás, sino de mí mismo, pero yo también soy de los que creen que la desacralización de la Eucaristía es uno de los signos de nuestro tiempo y, aún peor, aún menos caritativo, que la comunión en la mano, aunque permitida por la Iglesia, no es la mejor consideración de fe: ¿Dios en mis manos no consagradas, con el riesgo de que un trozo del mismísimo Dios, se pegue a mis manos mugrientas? Demasiado riesgo para un hombre sensato.
Pero hoy no toca entrar en esto. Toca contar que al lado del templo católico donde acudo a misa la mayor parte de los domingos existe un bajera convertida en sede de los testigos de Jehová.
No voy a entrar en los pormenores de esta iglesia o secta, como quieran llamarla, que no es muy de mi agrado. Ahora bien, me sorprende que los testigos de Jehová acudan a sus servicios religiosos de punta en blanco mientras los cristianos vamos hechos unos zorros a la Eucaristía. Si nos invitara Su Majestad el Rey a Palacio -sí, incluso Felipe VI-, ¿no nos adornaríamos para la ocasión?
¿Que nuestros templos son mucho más hermosos que los de los testigos? Sin duda, pero eso no dice mucho de nuestra fe sino de la fe de nuestros padres.
Como decía, de coña, Bernard Shaw, "les dejo a solas con sus pensamientos".