A lo largo del año litúrgico, la espiritualidad cristiana se ordena en torno a una gran trilogía que estructura la vida de fe: la Encarnación, la Pasión y Muerte, y la Resurrección del Hijo de Dios. Nacimiento, Cruz y Pascua no son hechos aislados, sino un único misterio de amor desplegado en el tiempo. Sin embargo, de las tres, la Navidad es quizá la que nos introduce de manera más inmediata en el corazón de Dios, porque en ella el Amor se hace visible bajo la forma más desarmante: un Niño indefenso.
En el portal de Belén no hay discursos ni prodigios externos. Hay carne envuelta en pañales, una madre exhausta y temblorosa, un padre silencioso, el calor precario de los animales y la noche abierta bajo las estrellas. Todo es humilde, frágil, pobre. Y, sin embargo, todo converge hacia ese Niño. No podemos evitar mirarle. No podemos dejar de sentir una punzada íntima cuando contemplamos a un recién nacido protegido apenas por unos paños y por el amor desbordado de una madre que acaba de darlo todo. Dios ha querido entrar en nuestra historia así: sin imponerse, sin ruido, pidiendo acogida, y no mirarle o acogerle, solo depende de nosotros mismos
El portal no es un decorado: es una escuela. Y en ella aprendemos que el camino hacia Dios pasa por lo pequeño, lo cotidiano, lo entregado
Como escribió San Agustín, «el que sostiene el universo es sostenido en brazos de una mujer». En esa paradoja se concentra el misterio de la Navidad. El Creador se hace criatura para que la criatura pueda volver a Él. El Todopoderoso acepta la dependencia de un niño para despertar en nosotros algo esencial: la misericordia. Ante el Niño Dios, el corazón se esponja, la conciencia se ablanda y el orgullo queda al descubierto. Nos reconocemos, por fin, necesitados de salvación, ¿o no?
La Navidad no es solo un recuerdo piadoso ni una estampa entrañable. Es una llamada profunda a revisar nuestra vida. ¿Qué nos queda por hacer después de una demostración de amor tan radicalmente paternal? Si Dios se nos da así, ¿cómo no responderle desde el pensamiento, el trabajo, las relaciones personales, la entrega a la familia? El portal no es un decorado: es una escuela. Y en ella aprendemos que el camino hacia Dios pasa por lo pequeño, lo cotidiano, lo entregado.
No es casual que el misterio de la Encarnación se dé en el seno de una familia. Una familia pobre, desplazada, sin comodidades ni seguridades. Allí, en una noche fría, se nos muestra el origen de nosotros mismos, que es el mismo Dios, y qué otra cosa podemos hacer, sino volver a él. Santa Teresa de Jesús lo expresó con sencillez luminosa: «Mirad que el Señor anda entre los pucheros». También en Belén Dios anda entre el barro, la paja pisada y el cansancio humano. Nada de lo nuestro le es ajeno.
Que esta Navidad nos encuentre con el corazón dispuesto, humilde y agradecido. Porque Dios ya ha dado el primer paso (siempre es él el primero). Y lo ha hecho en silencio, desde un pesebre
Contemplar la Navidad es, por tanto, aprender a mirar de otro modo. A reconocer la grandeza escondida en lo pequeño. San Francisco de Asís, el gran enamorado del pesebre, comprendió que allí se revela un Dios que se hace cercano y delicado para que nadie tenga miedo de acercarse a Él. Quizá por esto mismo, santa Teresa de Calcuta recordaba que «Dios se identifica con los más pequeños». Cada niño, cada pobre, cada vida frágil, remite inevitablemente a ese Niño de Belén. Y cada uno de nosotros, en nuestra propia debilidad, somos parte de esas vidas frágiles e inevitables junto a ese Niño de Belén.
En la víspera de Navidad de 1941, por la noche, a Gabrielle Bossis le costaba citar los misterios dolorosos y recibió la siguiente inspiración que dejó apuntado en su libro El y yo: «Quiero que todo sea alegría esta noche incluso, mis sufrimientos. Es tu salvación. Son tus riquezas, como es tu Salvador rebosando amor. Mira la belleza del sufrimiento. Cuando se presente a ti, salúdale como Yo mismo le saludé en mi gran amor que os llamaba. Tú harás del sufrimiento un amor que Me llame y Yo no podré no contestarte.
Por eso, desear la felicidad en estos días no es una simple fórmula social. Decir “Felices Navidades” es desear algo que nos supera, que nos trasciende y que solo puede venir de Dios. Es desear que el otro participe de la alegría profunda de saberse amado, acompañado y salvado. Desde mi pobre vida, os deseo precisamente eso: la riqueza propia de quien se sabe hijo de Dios en la tierra; la paz de quien acuna -con obras, con gestos, con fidelidad cotidiana- a ese Niño recién nacido que no deja de sonreírnos.
Que esta Navidad nos encuentre con el corazón dispuesto, humilde y agradecido. Porque Dios ya ha dado el primer paso (siempre es él el primero). Y lo ha hecho en silencio, desde un pesebre.