La estrofa completa de la canción de Luis Eduardo Aute, si la memoria no me falla, rezaba así:

Los hijos que no tuvimos,

se esconden en las cloacas

comen las últimas flores

parece que adivinaran

que el día que se avecina

viene con hambre atrasada.

Nunca vi a Aute en una manifestación provida pero sí le vi contradecir -hay que tener mucho valor para eso- a los políticamente correctos Joaquín Sabina y compañía, cuando arremetían contra Bob Dylan por haberse entrevistado con el Papa San Juan Pablo II. Tras escuchar los desprecios de Sabina, Aute sólo dijo:

-Hay que tener en cuenta aquello en lo que creen millones de personas.

Este es el el bucle al que se autocondena todo buen progresista: “si no vives como piensas acabarás pensando como vives”

En cierta ocasión entrevisté a Luis Eduardo Aute y, tras charlar un par de horas con él, me quedó claro que llevaba dentro lo que Unamuno llamaba “la náusea metafísica”. No era católico, ciertamente e incluso sentía esa aversión a la Iglesia que suele anidar en el pre-converso. Por decirlo de algún modo, me dio la impresión de que no albergaba amor a Dios pero sí temor de Dios. Podía ser ateo pero me quedé con la certeza de que no era tan idiota como para vanagloriarse de ello. Agnóstico muy a su pesar, podría ser la definición del vanguardista. En el mundo en que se movía quizás le resultara imposible eludir la pose progre y el bucle al que se autocondena todo buen progresista: “si no vives como piensas acabarás pensando como vives”. Al menos, Aute no me pareció dispuesto a abanderar a los incendiarios de todo lo santo... sin un porqué.

El pasado martes 28 celebramos la fiesta de los Santos Inocentes. Ya saben, el centenar de niños asesinados por Herodes el Grande -tampoco fue tan grande- en Belén y sus alrededores. El rey era como Sánchez: no quería competidores al trono. Son muy molestos.

Los niños no nacen en el alumbramiento: nacen en la concepción, cuando, científicamente, ya podemos hablar de un código genético individuado, distinto del padre y de la madre

Pues bien, los niños abortados no son otra cosa que los santos inocentes de hoy. Son los hijos que no tuvimos, a los que no dimos la oportunidad de vivir la vida que Dios, no nosotros, les otorgó.

Los niños no nacen en el alumbramiento: nacen en la concepción, cuando, científicamente ya podemos hablar de un código genético individuado, distinto del código genético del padre y distinto del código genético de la madre... los hijos que no tuvimos.

Pesa sobre nosotros, las últimas generaciones, la horrible blasfemia, la insuperable barbarie de haber cometido la mayor matanza de la historia, la matanza de las batas blancas, contra el más indefenso y el más inocente de todos los seres humanos: el concebido y no nacido.

Comienza el año 2022. En materia de aborto, todo silencio es culpable

No se esconden en las cloacas porque están en el Paraíso, pero sigue pesando sobre nuestra civilización el asesinato más cobarde y masivo de la historia, y sobre nuestra generación del siglo XXI, algo aún peor: no hemos elevado el asesinato a una de las bellas artes, sino a derecho humano, en la mayor blasfemia contra el Espíritu Santo de toda la historia humana, el pecado que no se perdonará ni en este mundo ni en el venidero: elevar el aborto a la categoría de derecho humano.

Comienza el año 2022. En materia de aborto, todo silencio es culpable. Un consejo: mejor no callar ni debajo del agua... si de defender al no nacido se trata. Mantengamos la antorcha encendida.