En los primeros años de la democracia, la educación escolar era exigente, dura si se quiere, pero profundamente justa. El alumno que se esforzaba, que pasaba las tardes con el libro abierto, encontraba su recompensa con buenas calificaciones, la satisfacción del deber cumplido y la esperanza de un futuro mejor. El sistema escolar entendía que la igualdad consistía en dar a cada uno las mismas oportunidades de partida, no en regalar los resultados.

Hoy, sin embargo, vivimos en un escenario radicalmente distinto. La llamada “escuela inclusiva” se ha convertido en una coartada para maquillar estadísticas de fracaso escolar a base de aprobados automáticos. No se mide el aprendizaje real, sino la asistencia y presencia en las aulas. El título de la ESO se otorga casi como un derecho burocrático, simplemente por el hecho de estar matriculado. Sin duda, se trata de un sistema perverso por injusto, pues humilla a quienes se esfuerzan y rebaja el valor del conocimiento a un mero trámite administrativo.

No podemos negar que quien está detrás de esta deriva son los legisladores, que desde mi punto de vista es irresponsable e interesada. Cada gobierno en La Moncloa ha querido dejar su sello en la educación. Hemos tenido más de ocho leyes educativas desde 1980 y todas con su propio sesgo ideológico. No se contempla pensar en el largo plazo, en las nuevas generaciones preparadas intelectualmente que den sentido al valor del futuro para España como nación.

Los objetivos no han respondido a las necesidades reales de la sociedad española, sino a cálculos electorales y consignas ideológicas. En vez de promover un pacto duradero basado en la excelencia, se opta por legislar desde los despachos ministeriales, ignorando a padres, profesores y expertos independientes. Como denunciara el pedagogo José Antonio Marina: “la educación se ha convertido en un juguete político con el que cada partido experimenta, mientras nuestros hijos pagan las consecuencias”.

Como denunciara el pedagogo José Antonio Marina: “la educación se ha convertido en un juguete político con el que cada partido experimenta, mientras nuestros hijos pagan las consecuencias”.

Pero el cambio no se limita al currículum o a los criterios de evaluación. La propia noción de autoridad se ha desmoronado. Los padres, que deberían ser los primeros responsables de la educación de sus hijos, apenas cuentan. Son solo son un mero guiñol de intento de decisión en el AMPA escolar, normalmente controlado por la dirección del colegio, cuyas consignas progresistas o conservadoras marcan la pauta. Sin embargo, en lo importante respecto a los criterios de educación que quieren para sus hijos, no pintan nada. Por ejemplo, no se les consulta sobre los planes de estudio, no se les da voz en el diseño de los proyectos educativos del centro y con frecuencia son tratados como meros clientes que pagan y callan.

Los profesores, por su parte, se encuentran contra las cuerdas. Están sin herramientas reales para corregir actitudes disruptivas, ni respaldo normativo para imponer disciplina. Se les pide que sean animadores, que motiven, que entretengan… pero no se les permite exigir. El resultado es que en las aulas reina el desorden, y el docente se ve reducido a un actor secundario que trata de mantener un mínimo de paz mientras el nivel académico se hunde porque cuando quiere imponer su responsabilidad profesional, desde la dirección o los ministerios responsables, les dicen que deben cambiar sus criterios para responder a los datos falseados impuestos por el Estado.

La pregunta es: ¿Por qué no hay un pacto de Estado? La educación es, sin duda, el mayor problema estructural de España. Sin embargo, a diferencia de las pensiones o la sanidad, nunca ha existido un pacto serio que garantice estabilidad. ¿Por qué? Porque la educación moldea conciencias, valores y cosmovisiones.

Se consulta a tecnócratas de despacho, a comisiones de expertos nombrados a dedo, pero rara vez se pregunta a quienes de verdad deberían tener voz: los padres, que conocen de primera mano las necesidades de sus hijos, y los profesores, que sufren en carne propia las carencias del sistema.

Los padres, que deberían ser los primeros responsables de la educación de sus hijos, apenas cuentan. Son solo son un mero guiñol de intento de decisión en el AMPA escolar, normalmente controlado por la dirección del colegio, cuyas consignas progresistas o conservadoras marcan la pauta

Un pacto real exigiría valentía política: renunciar a la tentación de adoctrinar, devolver a los padres su derecho a elegir la formación que desean para sus hijos, y dar a los docentes instrumentos efectivos para recuperar la autoridad perdida. Pero esa valentía no está y mucho me temo que ni se la espera.

El psicólogo educativo Javier Urra lo expresó con crudeza en una entrevista reciente: “La escuela española ha confundido igualdad con igualitarismo. Se ha pasado de un sistema que premiaba el mérito a otro que iguala por abajo. Eso no es justo ni para los que se esfuerzan ni para la sociedad que necesita a los mejores preparados”.

Y como padre de familia, no puedo sino sentirme incómodo -más aún, indignado-. Porque hablamos del futuro de nuestros hijos y, con ellos, del futuro de España. Si la educación se convierte en un simulacro donde todos aprueban, estaremos condenando a una generación entera a la mediocridad y a la dependencia.

La educación no es un campo de batalla ideológico: es la columna vertebral de una nación. No necesitamos una escuela que reparta títulos como si fueran cromos, sino un sistema que forme en esfuerzo, disciplina, excelencia y justicia. Un sistema que entienda que la verdadera igualdad consiste en ofrecer a todos las mismas oportunidades de aprender, no en negar la diferencia entre quien aprovecha esas oportunidades y quien no lo hace.

 ¿Por qué no hay un pacto de Estado? La educación es, sin duda, el mayor problema estructural de España. Sin embargo, a diferencia de las pensiones o la sanidad, nunca ha existido un pacto serio que garantice estabilidad. ¿Por qué? Porque la educación moldea conciencias, valores y cosmovisiones

Mi cerebro solo se construye una vez (Toro mítico), de Nati Beltrán y Pilar Enrich. Si la escuela no funciona, hazte con este libro, una guía práctica para potenciar el desarrollo de tu hijo. Con estrategias claras y ejemplos aplicables, te permitirá comprender su biología, el origen de sus rabietas y necesidades en etapas clave de crecimiento. Obtendrás resultados inmediatos en aprendizaje y convivencia, al tiempo que construyes una base sólida para toda la vida, mejorando la relación familiar y preparando a tu hijo para alcanzar su máximo potencial.

Maleducados (Sekotia), de Berta Rivera. La autora analiza si el modelo actual prepara realmente a nuestros hijos para los retos futuros. Examina como factores sociales y tecnológicos afectan al aprendizaje y cuestiona la caída de la educación como ascensor social. Solo una formación integral y de calidad garantizará ciudadanos libres, críticos y capaces de distinguir ideas valiosas de pura propaganda. Como dice el libro, la educación es la mejor defensa frente a la incertidumbre del siglo XXI.

En busca de la excelencia (Palabra), de Julio Gallego Codes. Este libro es una guía práctica para padres y educadores comprometidos con la excelencia académica y personal de los jóvenes. Propone un itinerario exigente y realista que impulsa a superar la mediocridad y alcanzar metas más altas, aprovechando al máximo los recursos disponibles. Con hogares estables y profesores dedicados, se busca despertar el potencial de cada alumno, formar el carácter y sentar las bases de una vida plena y orientada al esfuerzo.