Son cinco los jueces, y dos ya han pedido penas de cárcel, que enjuician a Jair Bolsonaro, el hombre que perdió por la mínima las elecciones brasileñas frente a Lula de Silva.

Lula es vengativo, está empeñado en que, al igual que él pasó por la cárcel -y luego consiguió que le absolvieran-, Bolsonaro acabe en la trena por un presunto intento de golpe de Estado contra los resultados electorales  y eso a pesar de que el actual presidente le ganó por la mínima- y esta vez tiren la llave de la celda. 

Eso sí, otro juez, más ecuánime, ha criticado que se haga un juicio político que es para lo que no están los jueces, pero su voz puede resutlar minoritaria de cara al veredicto final.

Habrá que insistir en que peor que la politización de la justicia es la judicialización de la política. A este paso, en Brasil, y me temo que en otros muchos países, por la obsesión de meter en la cárcel a los políticos llegará un momento en el que nadie quiera ser presidente o ministro.

Es una especie de violencia política mediatizada en los tribunales donde los jueces escenifican el papel de verdugos.

Además, la situación genera una tendencia a perpetuarse en el poder, porque claro, si pierdo el aforamiento, estoy perdido y si pierdo el poder no me voy a casa: me voy al penal.

Dicho de otra forma, en la política del siglo XXI el adversario se ha convertido en enemigo y el único enemigo aceptable es el enemigo muerto. Al menos, muerto para la vida civil. 

Este encanallamiento social no está vigente sólo en Brasil sino que recorre España y la Hispanidad, Europa y América... Lula sólo es la punta de lanza.