Sr. Director:
Con tantos problemas como hay en España —económicos, políticos, sociales, educativos— podría parecer trivial ocuparse aquí de algo tan aparentemente menor como la dicción. Algunos pensarán incluso que es una frivolidad, un lujo de tiempos mejores. Y, sin embargo, nada hay más urgente que volver a enseñar a hablar bien, con claridad, con precisión, con respeto por las palabras. Porque hablar bien es pensar bien, y un país que deja de cuidar su lengua termina pensando mal, confundido, aturdido, incapaz de distinguir lo verdadero de lo falso.
El lenguaje como espejo del pensamiento
El modo en que hablamos refleja el modo en que pensamos. La palabra es espejo del alma, medida del pensamiento, vehículo de la razón. Como decía Aristóteles, el hombre es un animal loquens, un “animal racional” cuya identidad depende de su capacidad para nombrar, distinguir, articular. Pensar es hablar con uno mismo. Y difícilmente puede pensarse con rigor si no se domina el idioma, si no se sabe poner nombre a las cosas, a los matices, a los sentimientos; si no se sabe pronunciar, si se apocan las palabras, si se traga lo que debería ser dicho.
Hablar atropelladamente, mascullar, mutilar las palabras, pronunciar sin vocalizar, es como pensar con niebla: lo que se dice no se entiende, lo que se piensa no se formula. El resultado es ruido, ruido ininteligible, semejante al que hoy impera en las aulas, donde ni los alumnos oyen al profesor ni el profesor logra enseñar.
Oír no es lo mismo que escuchar.
En estos tiempos se ha puesto de moda confundir oír con escuchar. Pero son cosas muy distintas:oír es percibir sonidos; escuchar implica voluntad, atención, entrega. Se oye sin querer; se escucha con el alma. Por eso la mayoría de la gente hoy no escucha: oye voces, oye pantallas, oye motores, pero no atiende a nadie. “Tengo la televisión puesta para que me acompañe”, se dice: ruido de fondo, ruido, ruido, ruido… como el que oye llover.
El ser humano contemporáneo vive rodeado de ruido —exterior e interior— y, sin darse cuenta, ha perdido la capacidad de escuchar, de comprender, de pensar. Porque quien no escucha, no entiende; y quien no entiende, termina gritando.
El ruido que violenta.
El ruido no solo aturde: violenta, irrita, enferma. Basta entrar en una discoteca, un bar o una gran superficie comercial. El volumen desmesurado empuja a las personas a elevar la voz, a gritar, a discutir. En los aeropuertos y estaciones, la megafonía ensordecedora provoca estrés, ansiedad, impaciencia. Se habla cada vez más alto, como si competir en decibelios fuera sinónimo de afirmarse.
El ruido ha colonizado el espacio público y privado. Ya no se puede ir al cine sin ser bombardeado por un sonido estruendoso; ni encender la televisión sin toparse con tertulianos gritones que no se escuchan entre sí; ni acudir al teatro sin que los actores confundan declamación con griterío. Los actores ya no declaman: gritan. Como si el volumen fuera garantía de emoción, cuando en realidad es señal de vacío interior.
Y este ruido continuo no es inocente. Es una forma de violencia ambiental, un modo de mantener a la población excitada, dispersa, incapaz de recogerse. El ruido empobrece, descompone, impide la concentración, la introspección, el sosiego.
Joaquín Sabina lo dijo en una de sus canciones:
“Mucho, mucho, mucho, mucho ruido,
tanto ruido… tanto, tanto, demasiado ruido.”
Y ese “demasiado ruido” se ha convertido en metáfora perfecta de nuestro tiempo.
La dictadura del grito.
El grito se ha hecho norma. Se grita en las tertulias televisivas, en los parlamentos, en las aulas, en las casas. Se ha confundido la vehemencia con la razón, el tono con el contenido. La sociedad del espectáculo ha sustituido el argumento por el alarido. Y así, el lenguaje —que nació para el diálogo— se ha convertido en arma arrojadiza.
La pérdida de la dicción es también la pérdida de la cortesía verbal, del respeto a los turnos, del orden del discurso. Hablar bien no es una cuestión de esnobismo: es una forma de civilización.
El nuevo lenguaje fragmentado.
A todo esto se añade un mal moderno y silencioso: el empobrecimiento lingüístico que promueven los teléfonos móviles y las redes sociales. Nunca en la historia el ser humano había escrito tanto… ni tan mal. El lenguaje telegráfico, lleno de abreviaturas, anglicismos y signos, ha reemplazado a la frase articulada. Se habla —y se escribe— sin verbos, sin estructura, sin argumento.
Este modo de comunicarse, apresurado, ansioso, superficial, atrofia el pensamiento. Las nuevas generaciones —y no solo ellas— ya no saben mantener un relato durante más de unos minutos. Se impacientan ante un texto largo, se fatigan ante la reflexión. La palabra se ha reducido a un código rudimentario, a veces casi animal, semejante al de los sordos que se ven obligados a recurrir a signos para hacerse entender.
Y sin embargo, paradójicamente, en el caso de los sordos, esos signos nacen de la necesidad de comunicar; en el de los oyentes, del desinterés por hacerlo.
Cómo hablar con una persona sorda.
Por aquello de que el Guadiana pasa por Badajoz, y yo soy sordo, hablemos de cómo se ha de hablar con las personas sordas: El sordo necesita ver, no oír. Por eso la buena dicción es esencial: hablar de frente, vocalizar, no taparse la boca, no gritar, no exagerar los movimientos. Si no se articula con claridad, la lectura labial es imposible.
No se trata de compadecer al sordo, sino de comprender que su dificultad revela la nuestra:hemos perdido la conciencia del otro en el acto de hablar. Ya no hablamos para ser entendidos, sino para desahogarnos, para imponer, para llenar el silencio.
Por eso sería tan valioso que en España —como en otros países— se subtitularan todas las películas, informativos y hasta dibujos animados, no solo para los sordos, sino también para los oyentes. Así se facilitaría la inclusión y, de paso, se fomentaría el aprendizaje de idiomas y la atención al lenguaje original.
La decadencia de la enseñanza.
En España, el problema de la dicción está ligado al deterioro general del sistema de enseñanza. Durante generaciones, en las escuelas se enseñaba a leer en voz alta, a vocalizar, a pronunciar, a escuchar. Hoy, nada de eso se practica. Los alumnos hablan mal porque nadie los corrige, y los maestros callan porque ellos mismos no saben hablar con precisión.
Debería enseñarse dicción del español con el mismo rigor con que se enseña inglés. Pero no solo en las aulas: también en los medios de información, en el teatro, en el cine, en la política. Quien habla en público tiene la responsabilidad de cuidar la lengua que comparte con los demás.
Porque la lengua no es propiedad de nadie: es patrimonio común, y maltratarla es una forma de incultura colectiva.
Ruido informativo, ruido mental.
Vivimos rodeados de palabras vacías: titulares, eslóganes, consignas, tweets, frases hechas. El ruido informativo se ha convertido en ruido mental.
Nunca ha habido tanto acceso a la información ni tan poca comprensión. Y nunca se ha hablado tanto para decir tan poco.
En este contexto, hablar bien —con mesura, con intención, con verdad— se vuelve una forma de resistencia cultural. Un gesto contracorriente.
La palabra como refugio y como arma.
Como escribió Blas de Otero:
“Si abrí los labios para ver el rostro puro
y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.”
Nos queda la palabra, y con ella la posibilidad de reconstruirnos. Pero la palabra necesita cuidado: sin dicción no hay claridad, sin claridad no hay pensamiento, sin pensamiento no hay libertad.
Hablar bien es un modo de existir plenamente humano: significa articular el mundo, poner orden en el caos. Y frente a tanto ruido —ruido político, mediático, social, digital—, cuidar la palabra es cuidar el alma.
El silencio como higiene del alma.
El silencio, cada vez más escaso, es condición del pensamiento. Sin silencio no hay escucha; sin escucha no hay comprensión; sin comprensión no hay diálogo.
Necesitamos reaprender a callar, a hablar despacio, a mirar al otro, a usar la voz con medida. La buena dicción no es solo técnica: es ética. Es una manera de respetar al interlocutor y de respetarse a uno mismo.
Una pedagogía del silencio y de la palabra
Es urgente recuperar una pedagogía del silencio y de la palabra: enseñar en las escuelas a pronunciar, a declamar, a leer en voz alta, a escuchar sin interrumpir, a pensar antes de hablar.
Devolver a la voz su función original: comunicar, no imponer; esclarecer, no confundir.
Hablar bien para pensar mejor no es una frivolidad ni una nostalgia de tiempos cultos: es una necesidad espiritual, una forma de resistencia contra la barbarie del ruido.
Porque en medio del ruido —ruido, ruido, mucho ruido, demasiado ruido— solo la palabra limpia, clara y pronunciada con verdad puede salvarnos de la confusión.