Sr. Director:
Ha pasado un año desde que la gota fría —la jodida DANA de octubre de 2024— arrasó la Comunidad Valenciana y algunas provincias vecinas dejando más de doscientas víctimas mortales, miles de damnificados y un paisaje que aún hoy parece una herida abierta.
Y, como manda la tradición española, los muertos siguen muertos, los vivos siguen esperando las ayudas, los cauces siguen llenos de lodo y los culpables… se han ido de rositas, repartiendo lecciones de ecología desde sus despachos, entre aplausos de sus propios corifeos.
La naturaleza no mata: la ideología sí
La DANA no entiende de calentamiento global, ni de cambio climático, ni de “transición ecológica”. La DANA no distingue entre derecha e izquierda, ni necesita excusas científicas ni discursos de género.
Quien mata no es la naturaleza, sino la negligencia organizada: la de los que prohibieron limpiar los cauces, la de los que destruyeron presas y azudes “para restaurar ecosistemas”, la de los que dejaron los montes cubiertos de maleza, la de los que prohibieron el pastoreo y llenaron las vaguadas de ramas secas y jaramagos.
Esa ideología verde y hueca que predica sostenibilidad mientras practica abandono, esa es la auténtica asesina.
Un año después: el barro, la ruina y la propaganda
Un año después, los damnificados de la DANA sobreviven como pueden. Las ayudas prometidas no llegan, o llegan enredadas entre formularios imposibles. Las casas siguen sin reconstruir, las carreteras rotas, los puentes sin reparar y los cauces igual de obstruidos que el día del desastre.
Pero los gobiernos —el central y los autonómicos— han hecho su parte: propaganda. Videos con música épica, campañas sobre “la resiliencia valenciana”, carteles verdes con sonrisas institucionales.
España, país de los eslóganes vacíos, donde la prevención es un hashtag y la reconstrucción un expediente que duerme en un cajón.
El Plan Hidrológico Nacional: inteligencia prohibida
Desde que José Luis Rodríguez Zapatero enterró el Plan Hidrológico Nacional, España dejó de pensar en el agua como bien estratégico y empezó a usarla como arma ideológica.
Aquel plan que podía haber salvado vidas, que pretendía unir territorios mediante trasvases, presas y obras hidráulicas, fue sacrificado al dios del sectarismo. Desde entonces, las confederaciones hidrográficas son cotos de partido y las comunidades autónomas, pequeños reinos de taifas donde cada cual hace —o deshace— a su antojo.
El resultado es visible: un país sin vertebración hídrica, sin mantenimiento, sin previsión, sin limpieza. Un país donde cada catástrofe se repite como si fuera la primera.
La raíz del problema: el Estado desmembrado
Cuando menos se espere, volverá a ocurrir otra gota fría.
Y, en verano, más incendios.
Y volverán los mismos ministros a posar entre el humo, los mismos presidentes autonómicos a prometer “planes integrales”, y los mismos portavoces a culpar al clima, a la derecha o al capitalismo.
Nadie, ni en Madrid ni en Valencia ni en Barcelona, se atreverá a pronunciar la verdad elemental:
Que España no funciona porque está desmembrada, porque la estructura autonómica es un sumidero de dinero, de responsabilidad y de eficacia.
El desastre hidráulico, la falta de limpieza de montes, la descoordinación entre organismos, la ausencia de mantenimiento… todo nace del mismo mal: un Estado roto en diecisiete pedazos, donde cada gobierno regional tiene su agenda, su chiringuito y su clientela, pero nadie asume la responsabilidad común.
El dinero público se gasta en mantener ejércitos de asesores, observatorios inútiles, consejerías duplicadas y propaganda ideológica, mientras los cauces se llenan de barro, los bosques de ramas secas y las tuberías de residuos.
Lo elemental, querido Watson.
Bastaría con aplicar el sentido común:
Limpiar cauces, desbrozar montes, mantener presas y canales, asegurar los desagües urbanos para que las lluvias torrenciales no conviertan las calles en ríos.
¡Elemental, querido Watson! Pero en la España de las autonomías, lo elemental es imposible.
Porque todo se decide en clave política, porque cada comunidad actúa como si fuera una república independiente y porque el dinero se malgasta en mantener el tinglado burocrático más caro e ineficaz de Europa.
Conclusión: España, un país que se ahoga a sí mismo
La próxima DANA volverá. Los incendios del verano volverán. Las tragedias seguirán su curso natural, porque la desidia institucional se ha vuelto estructural.
Y cuando vuelva a llover, volveremos a escuchar los mismos discursos huecos sobre resiliencia y cambio climático.
Hasta que España no se atreva a redefinir su organización territorial, hasta que no se desmonte el monstruo autonómico que devora recursos sin ofrecer resultados, no habrá prevención ni limpieza ni seguridad.
España no necesita más ecologismo de despacho, ni más burocracia.
Necesita volver a la sensatez, a la centralización de la gestión del territorio, a la cultura del mantenimiento y la previsión.
Porque de poco sirven los discursos verdes cuando el país entero vive en un lodazal institucional.
La jodida Dana no fue un accidente: fue el espejo de lo que somos.
Y si nadie se atreve a cambiarlo, los españoles volverán a morir ahogados… no por la lluvia, sino por la estupidez organizada.