Si este domingo me hubiera despachado con un artículo de Historia, por muy de actualidad e interesante que hubiera sido, en lugar de contarles que durante los últimos días he sido vecino del Papa León XIV dentro del recinto del Vaticano, ustedes estarían en su derecho de presentar una reclamación ante el director de Hispanidad. Uno se debe a sus lectores, así es que no, no se lo voy a ocultar y les voy a contar lo sucedido.
El pasado domingo 21 de septiembre cogí un avión en Madrid con destino a Roma, e hice un descubrimiento en el aeropuerto de Barajas que les trasmito, para que tomen medidas y no les pase lo mismo que a mí. Si quedan con otra persona para volar juntos y deciden encontrarse en los mostradores antes de facturar, no lo hagan. No hay un solo asiento donde reposar.
Me dijeron que los han quitado todos para que no los utilicen los vagabundos, medida inspirada en el alto designio político de “muerto el perro se acabó la rabia”. Y como llegué con bastante tiempo antes de la hora acordada, me puse a buscar asiento hasta que lo encontré, pero fuera del edificio. Allí habían reservado un espacio para fumadores en el que han puesto una piedra negra sobre la que caben tres personas sentadas. En cuanto quedó libre un asiento, lo ocupé. Pero no les oculto que mi reposo no fue total porque me fui muy pronto, porque las miradas me echaban de allí: ¡Donde vamos a llegar, un señor que no fuma ocupando un asiento de fumador…!
El día se arregló cuando vino mi acompañante, que se había comprometido a traer un bocadillo, porque el vuelo salía a las dos de la tarde, y desde hace un tiempo en los aviones solo te dan los buenos días o las buenas tardes, según corresponda. Y, ante la puerta de embarque y aquí sentados, nos comimos un bocadillo de jamón con un sentimiento indescriptible al comprobar la caducidad de las cosas materiales, en el caso concreto de ese bocadillo de un jamón de primerísima calidad, al que veíamos después de cada sabroso mordisco su final cada vez más cercano.
Y hasta puede que haya algún lector mal pensado que, llegando a este párrafo de mi artículo, sospeche que me estoy alargando en los prolegómenos del viaje, para no contar lo de mi vecindad con el Papa León XIV, durante estos días. Pues no, no es así. Vamos ello.
Yo no sabía que eso iba a suceder y lo descubrí la mañana del lunes 22. Desde hacía meses se me había concedido un permiso para consultar documentación el archivo del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, cuya sala de consulta se encuentra en el piso bajo del palacio de dicho dicasterio. Este dicasterio está en un edificio noble con tres plantas de gran altura cada una, situado a la izquierda de la Basílica de San Pedro.
Desde la residencia donde me hospedo hasta el archivo no hay más de quince minutos de bajada a pie, junto a la fachada sur de la muralla del Vaticano. Y esta vez me han acortado el camino, porque han abierto un paso, por donde se encuentra la puerta de hierro que da entrada a la estación del tren que instaló el papa Pío IX (1846-1878), cuando viajó por primera vez en un vagón en 1859. Pero a lo que estamos Remigia, que se nos pasa el arroz.
Puerta de entrada en la muralla para donde entraba el tren hasta la estación interior del Vaticano.
A diferencia de lo que me había sucedido en otras ocasiones, esta vez los controles fueron más rigurosos. La clave de lo que pasaba se encontraba en el patio interior del edifico en forma de guardia suizo, perfectamente uniformado, lo que yo jamás había visto. Todavía están acabando de reparar los palacios apostólicos, que se han deteriorado al permanecer tanto tiempo cerrados durante el pontificado anterior. Y mientras los dejan habitables, el Papa León XIV reside provisionalmente en las plantas que están encima del archivo del Dicasterio para la Doctrina de la Fe. Así es que durante las mañanas del lunes al jueves y las tardes del martes y el jueves pasados he ofrecido mi trabajo y mi oración por mi vecino de la planta de arriba.
Y tan cierto como que el papa León XIV ha sido mi vecino, es verdad que no le he podido ver; una pena, no hemos coincidido en el ascensor. Ni siquiera le pude ver en la audiencia general del miércoles, porque tenía las horas contadas y no me podía despegar de la sala de consulta. No se pueden imaginar lo que se siente, cuando uno está enfrascado en los papeles del siglo XIX y se escuchan los aplausos y el clamor procedentes de la plaza del Vaticano, donde se celebraba la audiencia general...
El trato en el archivo ha sido exquisito como siempre, pero en esta ocasión, además, sorprendente. La directora y los tres archiveros, incluido uno que es del Real Madrid, son buenos amigos míos después de tanto tiempo. Pero decía que además, en esta ocasión, me he llevado una agradable sorpresa, porque me ha ocurrido algo que nunca me había pasado en ninguno de los archivos que he recorrido en toda mi vida, que son unos cuantos.
A media mañana todos los días venía a la sala de investigadores monseñor Patrick Descortieux, que es el jefe de la Oficina del Dicasterio para la Doctrina de la Fe. Siempre aparecía a la hora que aprieta el hambre y nos ofrecía una bandeja con pastas y bombones. No quise preguntarle y preferí quedarme con la duda, porque yo sospecho que son cajas que le regalan al Papa León XIV y que su secretario particular se las entrega a monseñor Patrick Descartieux para que las reparta entre sus vecinos.
Javier Paredes
Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá