El beato Pascual Aláez Medina fue martirizado el 24 de julio de 1936. Cuando derramó su sangre en defensa de su fe era muy joven, tan solo tenía 19 años recién cumplidos, pues había nacido el 11 de mayo de 1917 en Villaverde de Arcayos, un pueblecito de la provincia de León, que entonces apenas alcanzaba los 400 habitantes.
Me emociona recordar estos hechos, porque yo también nací en Villaverde de Arcayos…
-¿Pero no decías que eras de Vallecas…?
- Así es, y esta es la explicación: mis padres recién casados emigraron de León y se instalaron en el madrileño barrio de Vallecas, donde el precio del alquiler de las casas se lo permitió por sus escasos recursos económicos. Yo soy el mayor de mis hermanos, así es que cuando le llegó a mi madre la hora del parto se trasladó a su pueblo, donde nací. En aquella época, los años cincuenta del siglo pasado, no era frecuente dar a luz en los hospitales, se nacía en las casas particulares, y mi madre todavía no tenía amistades de su confianza en el barrio que la ayudaran en ese trance. Meses después de mi nacimiento regresó a Vallecas, y ya el resto de mis hermanos nacieron en ese barrio de Madrid. Pero a lo que estamos Remigia que se nos pasa el arroz.
Seminario Menor de los oblatos en Urnieta (Guipúzcoa), que fue destruido durante la Guerra Civil
Pascual Aláez Medina, a la edad de doce años, en septiembre de 1929, inició sus estudios de Humanidades en el Seminario Menor de los misioneros oblatos en Urnieta (Guipúzcoa), donde permaneció hasta el verano de 1934, para ir al noviciado de Las Arenas (Bilbao), donde hizo su primera profesión religiosa el 16 de julio de 1935. En Urnieta coincidió con otro chico de su pueblo, Justo González Lorente, que estudiaba un curso superior al suyo y que le acabaría acompañando años después en el martirio. Justo González Lorente también ha sido beatificado y a los dos se les venera en unas imágenes de su parroquia de San Juan Bautista de Villaverde de Arcayos. Tras profesar en Las Arenas, Pascual y Justo fueron trasladados a la casa que su Orden tenía en los alrededores de Madrid, donde los oblatos se habían asentado en el barrio de la estación de Pozuelo de Alarcón en 1929. En esta sede continuaron su formación como escolásticos.
Salón de estudio del Seminario Menor de Urnieta
Contra la mentira de que la Segunda República fue una época de tolerancia, contrasta la verdad del sectarismo antirreligioso, que les tocó vivir a esta pareja de beatos leoneses. Los enemigos de la Iglesia, en su cobardía, no tuvieron reparos en atemorizar a los niños que estudiaban en el Seminario Menor de Urnieta. Ignacio Escanciano Fernández fue condiscípulo de estos dos beatos de Villaverde de Arcayos, y esto es lo que consta en su declaración jurada del proceso de beatificación:
“En cuanto al clima hostil, en esa época en que yo viví en el Seminario Menor, puedo decir por mi propia vivencia personal, que lógicamente también afectó a los Siervos de Dios, aunque la situación en el País Vasco era menos virulenta que en Madrid, sin embargo, cuando salíamos de paseo, por ejemplo en Hernani, nos tiraban piedras e insultaban, por lo cual nos sacaban a pasear a la montaña. Aun siendo niños, uno de nuestros temas de conversación era cómo escapar de un posible incendio del Seminario provocado por el odio a lo religioso. Cuando íbamos de vacaciones, durante el viaje, cuando algunos percibían que éramos seminaristas, hacían el signo de cortarnos el cuello, incluso, en ocasiones, navaja en mano.
En nuestros pueblos, dada la religiosidad que existía, el ambiente era totalmente distinto y, según mis propias vivencias, el comportamiento de los Siervos de Dios durante las vacaciones era ejemplar”.
Por su parte, el beato Pascual Aláez Medina confirma que el acoso que cuenta Ignacio Escanciano Fernández, se prolongó cuando se trasladó a Pozuelo de Alarcón. En una carta, dirigida a su hermano Fausto, le decía lo siguiente: “Yo creo que no hay paseo en que los chicos de estos alrededores no recen las letanías de Satanás [...], y si por casualidad los escolásticos salimos un día más a la semana, pues un día más que se rezan; empiezan por “cuervos” y hasta que terminan [...] y todavía no es eso lo peor, sino que lo peor está en que hasta a casa vienen a echárnoslas”.
El beato Pascual Aláez Medina confirma que el acoso que cuenta Ignacio Escanciano Fernández, se prolongó cuando se trasladó a Pozuelo de Alarcón. En una carta, dirigida a su hermano Fausto, le decía lo siguiente: “Yo creo que no hay paseo en que los chicos de estos alrededores no recen las letanías de Satanás [...]”
Al estallar la Guerra Civil, los integrantes del Comité del Ayuntamiento de Pozuelo de Alarcón, mayoritariamente socialistas, destruyeron la capilla del cementerio y asaltaron la parroquia. Todas las imágenes y los ornamentos sagrados los sacaron a la calle y los quemaron. Y ni siquiera se libraron del martirio de las cosas sagradas las andas de la patrona de Pozuelo de Alarcón, la Santísima Virgen de la Consolación, que se encontraban depositadas en casa de Matilde Llorente.
El 22 de julio de 1936, un fuerte contingente de milicianos armados con fusiles y pistolas, dirigidos por el militante del PSOE Arturo Porras, asaltó el convento de los oblatos. Lo primero que hicieron fue capturar a los 38 oblatos que fueron hechos prisioneros en su propia casa y los llevaron al refectorio donde las ventanas tenían rejas. En la madrugada del 24 de julio empezaron las primeras ejecuciones. Esto es lo que cuenta Antonio Jambrina, uno de los que sobrevivieron:
“A eso de las 3.30 de la madrugada, Arturo Porras -Teniente de Alcalde del pueblo de Pozuelo-, y los miembros del Comité que preside se presentan en el comedor y ordenan que salgamos al pasillo. Todos nos hemos enterado del interrogatorio que ha sufrido Pascual Aláez, pero ignoramos los nombres que ha facilitado. Por esta razón estoy convencido que me llamarán en primer lugar y me dirijo hacia la puerta de salida, colocándome el primero al lado derecho; cuando todos formamos en dos filas, Porras, en el centro del pasillo, a la altura de las escaleras, indica que los que nombre salgan al jardín y suban a los automóviles que en él se encuentran. En efecto, los que estamos junto a la puerta de salida observamos dos coches negros; reconozco el Chevrolet de la baronesa Sra. de Allende, nuestra vecina, a la que se lo han requisado. El otro me pareció un Hispano-suiza.
Porras ordena: Juan Antonio Pérez, Pascual Aláez, Manuel Gutiérrez, Juan Pedro Cotillo, Francisco Polvorinos, Cecilio Vega, Justo González, y Cándido Castán”.
En total siete oblatos y un laico, Cándido Castán, empleado de la Compañía Ferroviaria del Norte de España, padre de familia, miembro de Adoración Nocturna y presidente de la Confederación Nacional de Obreros Católicos, al que detuvieron en su casa y le llevaron preso al convento de los oblatos.
El 22 de julio de 1936, un fuerte contingente de milicianos armados con fusiles y pistolas, dirigidos por el militante del PSOE Arturo Porras, asaltó el convento de los oblatos. Lo primero que hicieron fue capturar a los 38 oblatos que fueron hechos prisioneros en su propia casa y los llevaron al refectorio donde las ventanas tenían rejas. En la madrugada del 24 de julio empezaron las primeras ejecuciones
Desconocemos los detalles del final de los primeros siete oblatos beatos asesinados de un total de 22 que murieron mártires, y quizás casi es mejor que sea así, porque el socialista Arturo Porras era de una crueldad inhumana. Arturo Porras era un herrero de Pozuelo del que consta que detuvo al cabo de la Guardia Civil Crescenciano González Hidalgo y lo llevó a la checa de la Guindalera de Madrid, de allí lo trasladó de nuevo a Pozuelo, pero de vuelta, al llegar a Puerta de Hierro, lo bajó del vehículo y ató al guardia civil al coche para llevarlo arrastrado hasta Pozuelo de Alarcón, y una vez en el pueblo lo descuartizó y arrojó sus restos a un pozo seco, que tapó con piedras.
Arturo Porras convirtió el convento de los oblatos en la cárcel de Pozuelo de Alarcón y robó todas sus pertenencias a los frailes, de lo que dio noticia como mérito el periódico ABC, incautado por el Frente Popular, en la página 38 de su edición de 4 de agosto de 1936. A juzgar por lo publicado en este periódico pareciera que, debido a la “acrisolada honradez” de Arturo Porras, no cabe pensar que se quedara con nada de los frailes. Esto es lo que decía el ABC ese día:
“Hasta nuestra Redacción llegan innumerables testimonios que acreditan la acrisolada honradez de los milicianos, que escrupulosamente cuidan de la entrega a las autoridades de cuantas cantidades y efectos encuentran.
Así, tuvimos conocimiento ayer de que el militante socialista Arturo Porras, primer teniente alcalde de Pozuelo de Alarcón, había entregado al gobernador civil acciones por valor de 13.000 pesetas, más otras 7.000 en resguardos de la Caja de Ahorros y del Banco Urquijo, encontrados en la incautación del convento de padres oblatos de dicho pueblo”.
En la biografía del proceso de beatificación de Pascual Aláez Medina se puede leer que “sus padres, Pedro y Cándida, constituían una familia de modestos labradores, de muy buena conducta moral y religiosa. En el origen de su vocación tuvo gran influjo esa profunda vida cristiana de su familia y su estrecha relación con el párroco del pueblo”.
Ermita de Nuestra Señora de Yecla de Villaverde de Arcayos, muy popular en la comarca, de la que eran devotos los beatos mártires Justo González Lorente y Pascual Aláez Medina
El párroco de Villaverde Arcayos se llamaba Pedro Salas Maraña. Fue él quien bautizó a estos dos beatos y, años después, también me bautizó a mí en la parroquia de San Juan Bautista, porque estuvo en ese pueblo toda su vida. Llegó a Villaverde de Arcayos en 1905 con 23 años, pues había nacido en 1883; según datos del archivo de la diócesis de León, que me ha proporcionado una buena amiga, le nombraron párroco el 1 de septiembre de 1911 y se mantuvo en ese cargo hasta que murió el 28 de junio de 1966, con 83 años.
En el proceso de beatificación de estos dos beatos testificó una mujer que los conocía muy bien. Esto es lo que dijo: “eran personas muy sencillas, de buen trato con todos, siempre dispuestos a ayudar a todo el mundo, asiduos a acudir a la iglesia todas las tardes para estar en silencio ante el sagrario. Su comportamiento, en vacaciones, era extraordinario, ayudando al sacerdote y asistiendo a Misa todos los días”. La misma testigo añade que la madre de Pascual era de comunión diaria y que tanto ella como la de Justo, eran Marías de los Sagrarios.
En el proceso de beatificación de estos dos beatos testificó una mujer que los conocía muy bien y era sobrina del párroco de Villaverde de Arcayos, y esto es lo que dijo: “eran personas muy sencillas, de buen trato con todos, siempre dispuestos a ayudar a todo el mundo, asiduos a acudir a la iglesia todas las tardes para estar en silencio ante el sagrario. Su comportamiento, en vacaciones, era extraordinario, ayudando al sacerdote y asistiendo a Misa todos los días”
Esta señora tenía motivos más que sobrados para conocer a estos dos beatos, porque era de su mismo pueblo y vivía en la casa de su tío, el párroco de Villaverde de Arcayos; todas las tardes de sus vacaciones de verano Justo y Pascual, así como otros seminaristas, iban a la casa del párroco, que entonces estaba pegada a la parroquia, para pedir la llave del templo con el fin de hacer un rato de oración ante el sagrario; y en más de una ocasión fue ella quien les dio la llave.
Así las cosas, yo he tenido la dicha en mi vida de ser testigo de la inmensa categoría humana y sobrenatural del párroco del pueblo donde nací, Don Pedro Salas Maraña, porque su sobrina se llamaba Filomena Alonso Salas y era mi madre. Les cuento su historia…, la historia de mi familia, mi propia historia.
Mi abuela materna era hermana del párroco, don Pedro, y murió cuando mi madre tenía muy pocos meses. Dejó tres hijos huérfanos, el mayor, Máximo, de siete años; Catalina en medio y mi madre (Filomena), una bebé lactante que tuvo que ser alimentada con leche de cabra. Inmediatamente después del entierro de mi abuela, mi abuelo abandonó a sus tres hijos y se volvió casar. Una mujer de la familia recogió a mi tía Catalina y el párroco de Villaverde de Arcayos hizo otro tanto con mi tío Máximo y con mi madre. Por lo tanto, en justicia, mi madre consideró a su tío Pedro como su padre, y por eso las vacaciones de verano de mi infancia las pasé en la casa parroquial de Villaverde Arcayos.
Mi tío Pedro era un hombre de Dios y un verdadero sacerdote, según el Corazón de Cristo. Yo he sido testigo de su vida, y por eso a mí no pueden engañar ni tomar el pelo todos esos falsos profetas que en los años sesenta del siglo pasado nos anunciaron la llegada de la primavera a la Iglesia, porque según ellos la Iglesia católica vivía aletargada durante un largo invierno que ya duraba bastantes siglos.
Javier Paredes, autor de este artículo, y don Pedro Salas Maraña, párroco de Villaverde de Arcayos. Al fondo, la ermita de Nuestra de Yecla
Yo conocí entonces a mi tío Pedro, y veo ahora la impostura de unos clérigos “agiornados” y a sus descendientes actuales, que han dejado de ser pastores de almas, para convertirse en agitadores de masas, que por perder el sentido sobrenatural de sus vidas han convertido la Iglesia en una ONG, de la que se sirven y cobran, a los que ni les preocupa que se vacíen los seminarios, que se cierren los conventos, ni que se pierdan las almas… Sí, son unos manipuladores y unos peculiares agitadores de masas, pero solo de los que se dejan someter a su voluntad, cuando no a su capricho, porque saltándose las normas del Derecho Canónico y la disciplina eclesiástica, nos han perdido el respeto a los fieles y se creen los “putos amos” de sus parroquias y de sus diócesis.
Veo ahora la impostura de unos clérigos “agiornados” y a sus descendientes actuales, que han dejado de ser pastores de almas, para convertirse en agitadores de masas, que por perder el sentido sobrenatural de sus vidas han convertido la Iglesia en una ONG, de la que se sirven y cobran
En contraste con todos estos lobos, que esconden su condición con un perfume de olor a oveja, mi tío Pedro no tuvo otra ambición en su vida que ayudar a todas las gentes de Villaverde de Arcayos a llegar al Cielo, olvidándose de su persona, por eso no abandonó ese pueblo durante toda su vida. Su casa tenía las mismas limitaciones que las del resto de las de los aldeanos: por las noches se alumbraba con lámparas de carburo, porque no había luz eléctrica en el pueblo. Tampoco había agua corriente y por lo tanto tampoco había baños y había que ir a un reservado en el corral de las gallinas. Es más, la casa del tío Pedro era todavía más modesta que las del resto del pueblo que tenían pozo, por eso tenía que pedir el agua a los vecinos que él no tenía. Mi tío Pedro no se quitaba la sotana nada más que para dormir, y su sotana tenía brillo de lo vieja que estaba y de los muchos cepillados con quitamanchas. Yo soy testigo de que mi tío Pedro no dejó ni un solo día de recitar su breviario dos veces cada jornada, por la mañana y por la tarde, y por supuesto todas las noches rezaba el rosario con todos nosotros. Los sábados, antes del rosario de la parroquia, explicaba el catecismo a los niños del pueblo. Todas las tardes daba un paseo de unas dos horas por los alrededores del pueblo, lo que era una disculpa para hablar con los labradores que estaban trabajando sus tierras, porque además de dirigir sus almas, él era su paño de lágrimas. Con todos los defectos que se quiera el ambiente de Villaverde Arcayos era cristiano y así se explica que fueran más de 60, ¡Se… Sen…Ta!, el número de sacerdotes, frailes y monjas que surgieron en Villaverde de Arcayos, durante la época en que fue su párroco Don Pedro Salas Maraña; y esto en una localidad que durante toda esta etapa nunca tuvo más de 500 habitantes.
Yo asistí a su agonía y le vi morir el 28 de junio de 1966, después de recibir los últimos sacramentos de manos de un fraile agustino, uno de los sesenta, que en buena medida le debía su vocación religiosa. Han pasado muchos años, pero todavía tengo vivo el recuerdo de cuando llevé su ataúd sobre mis hombros desde la iglesia hasta el cementerio. Por todo ello y para ponerle bajo su protección, uno de mis hijos también se llama Pedro.
Javier Paredes
Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá