Leviatán le ha comido el pan del morral a la Conferencia Episcopal española, y los obispos siguen sin enterarse; o si se enteran, no se han quejado; o si les duele, no han dicho ni pío en la COPE ni en Trece TV, no vaya ser que su lamento incomode al sistema político. Tenían que haber sido sus reverencias los organizadores, pero el pasado miércoles se ha celebrado sin ellos una ceremonia laica por las víctimas a causa de las inundaciones del año pasado; oficialmente le han llamado “funeral de Estado”, y no sé si calificar la ceremonia de ñoña, de masónica o de ridícula o de las tres cosas juntas. No, un Estado, normalmente constituido, no se puede apropiar funciones religiosas que no le corresponden; solo cuando el Estado se transforma en Leviatán se cree con derecho a oficiar funerales por los muertos.

Pero…, ¿Quién es Leviatán? En el libro de Job está descrita la ferocidad de Leviatán, una bestia marina a la que nadie podrá abrir su boca porque en torno a sus dientes reina el terror; de la boca de Leviatán escapan llamaradas y de sus fauces salen humaredas como de un caldero puesto al fuego que hierve; Leviatán hace hervir el abismo como una caldera y pone el mar como olla de perfumes… ¡No hay poder en la tierra con que se le pueda comparar, Leviatán ha sido creado para no tener a nadie miedo, a los arrogantes plantar cara, Leviatán es el rey de los animales más feroces!

Pero esta bestia marina del libro de Job no es quien ha organizado el funeral laico por las víctimas de la Dana, sino un tipo de Estado descrito en el siglo XVII por el pensador que puso los fundamentos del absolutismo político. En su descripción, Thomas Hobbes (1588-1679) se apropió del nombre de esa bestia bíblica, de modo que en 1651 publicó su libro más famoso titulado: Leviatán, o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil.

Tenían que haber sido sus reverencias los organizadores, pero el pasado miércoles se ha celebrado sin ellos una ceremonia laica por las víctimas causadas por las inundaciones del año pasado

Hobbes tenía un concepto muy negativo de la condición humana, aunque en su tarjeta de presentación adoptaba una apariencia “progre”, que diríamos en la actualidad: “aquí todo el mundo tiene derecho a hacer todo lo que se le venga en gana”. El problema es que según Hobbes esta supuesta libertada ilimitada de los hombres se desarrolla en una naturaleza cuyo único resorte de actuación es el egoísmo.

Según Hobbes, el egoísmo humano hace de la autoconservación el principio práctico supremo y tiene como corolario un obsesivo temor de la muerte. En consecuencia, el hombre vive en una permanente búsqueda angustiosa de todo lo que le sirva para preservar la vida: riquezas, prestigio, poder… Así las cosas, no hay distinción entre lo justo y lo injusto, porque todos tienen derecho a todo, todos pueden lo más y lo peor, como por ejemplo matar a otro e incluso si se lo permite su astucia liquidar al más fuerte. Por lo tanto, nadie se puede fiar de nada ni de nadie. De modo que en frase de Hobbes la vida en el estado de naturaleza es “solitaria, pobre, desnuda, bestial y breve”.

Thomas Hobbes para describir tan lamentable situación popularizó la frase de Plauto (254-184 antes de Cristo), “el hombre es un lobo para el hombre”, y a continuación trató de poner calma entre los hombres. Para ello propuso un contrato social, en el que los individuos entre sí acuerdan someterse a un tercero, Leviatán, despojándose de sus derechos y entregándoselos a este gobernante, que por no formar parte de ese contrato social tiene un poder ilimitado para imponer la paz en la lobera, según los criterios de su voluntad y sin condiciones. Y a partir de ahí, el Derecho surge y pende del Estado: no hay injusticia donde no hay ley y no hay ley donde no haya una voluntad superior que la imponga. En conclusión, es la voluntad de Leviatán la que crea artificialmente lo justo y lo injusto.

Pero como una imagen vale más que mil palabras y para que no hubiera ningún género de duda, la edición del libro de Thomas Hobbes apareció con una portada de lo más significativa. En la tapa del libro de 1651 se puede ver la imagen de un gigante, constituida por una multitud de seres humanos que, como sus derechos, se disuelven para dar forma a Leviatán. Dicho personaje tiene en su mano derecha una espada y en su izquierda un báculo, que representan la absorción en su persona del poder civil y religioso. Y sobre su cabeza el versículo de libro de Job que expusimos al principio de este artículo, que en el libro de Hobbes está escrito en latín: “Non est potestas super terram quae comparetur ei” (Job 41, 24).

Detalle de la portada del libro de Thomas Hobbes Leviatán, o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil

 

El pensador inglés tuvo el acierto de descubrir la existencia de Leviatán en los sistemas políticos, que aunque tenga un aspecto tan ridículo como el del actual Leviatán encarnado en el Estado español, no por eso deja de actuar como Leviatán tiránico y cruel: si pudieran hablar los millones de criaturas que ya han sido trituradas en el vientre de sus madres en España antes de nacer entre los dientes de terror de la bestia marina...

En el siglo I, la aparición de los primeros cristianos, cuando se diviniza la figura del emperador, supuso toda una provocación por no querer dar al César lo que no le correspondía; así es que por estar empeñados en dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, los primeros cristianos fueron acusados de ser ateos por no adorar al emperador, como dijimos en el artículo del domingo anterior, y murieron mártires por miles.

Por lo tanto, establecer las diferencias entre lo que hay que dar al César y a Dios no quiere decir ni que la Iglesia y el Estado se fusionen, ni tampoco que los obispos se sometan al sistema político. Y, con todos los defectos que se quiera, sí que hay épocas de coexistencia de la Iglesia y del Estado, dejando a un lado a Leviatán.

No, un Estado, normalmente constituido, no se puede apropiar funciones religiosas que no le corresponden; solo cuando el Estado se transforma en Leviatán se cree con derecho a oficiar funerales por los muertos

Pocas veces se explica con claridad cómo funcionó en Europa la llamada “alianza del trono y el altar” en el siglo XVIII, presentado en los libros de historia tal entendimiento como si fuera una fusión. No fueron las cosas así. Por poner el ejemplo de una de las monarquías más avanzadas como fue la francesa, estoy de acuerdo con Jean de Viguerie con lo que ha escrito en su libro Cristianismo y Revolución: “La clara distinción entre el poder temporal y el espiritual favorece el equilibrio de esta alianza. El rey no gobierna la Iglesia y la Iglesia no gobierna el Estado. La alianza del rey con la Iglesia está bien equilibrada. El rey protege a la Iglesia. La Iglesia reza y hace rezar por el rey”.

En efecto Luis XV (1722-1774), que reinó en una de esas etapas de la “alianza del trono y del altar”, no vivió precisamente de un modo ejemplar.   

Jeanne Antoinette (1721-1764) tenía 23 años cuando fue invitada al baile de máscaras, en 1745, celebrado en el Salón de los Espejos del palacio de Versalles, con motivo de la boda de Luis Fernando (1729-1765), hijo de Luis XV. Y entre que a la señorita le echó el ojo Luis XV y que ella se dejó mirar porque era una mujer de virtud complaciente, se convirtió en la amante del rey y desde entonces fue conocida como Madame Pompadour. Pero por los achaques y su frágil salud, las complacencias de Madame Pompadour se agotaron en 1751. Sin embargo, tales carencias las remedió Madame Pompadour llevando a un barrio de Versalles toda una colección de jovencitas francesas, casi unas niñas en evitación de contagios sifilíticos, para que en su nombre siguieran complaciendo al rey. Estos edificios del barrio de Versalles eran conocidas como Par-aux-cerfs, que en español quiero decir “Parque de los ciervos” y en castizo “casas” de lo que ustedes están pensando.

Retrato de Madame Pompadour, pintado por Maurice Quentin de La Tour. Museo del Louvre

 

Pues bien, mucha alianza del trono y del trono y todo lo que se nos antoje, pero lo cierto es que los obispos franceses denunciaron públicamente y en numerosas ocasiones las costumbres disolutas del rey. Es más, según el sistema político de entonces las “cortes” de Francia no se constituían por individuos, sino por los tres estamentos: clero, nobleza y estado llano. Y fue precisamente el estamento del clero el que con más claridad y fuerza que los otros dos estamentos hizo oir su voz contra los abusos de los funcionarios reales. Y las protestas de los obispos franceses por partida doble, porque además de los estamentos provinciales a los que me he referido, desde 1562 había otra institución que se reunía cada cinco años, la Asamblea del Clero Francés. Concretamente, en el reinado siguiente de Luis XVI (1774-1792) la Asamblea del Clero celebró tres reuniones ordinarias en los años 1775, 1780 y 1785, y otras dos extraordinarias en 1782 y 1788.

Javier Paredes

Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá