Sr. Director:

Este año se cumplen setenta años de la muerte de Paul Claudel, el poeta del simbolismo. Simbolismo no exento de misticismo por la profunda e intensa presencia de Dios en su poesía y en su teatro. Esta simbiosis singular tuvo su origen el 25 de diciembre de 1886 en la Catedral de Nuestra Señora de París. “Era, cuenta el propio Claudel, el día más crudo de invierno y la tarde más oscura de lluvia de París”. Entró en la Catedral y se colocó junto a la segunda pilastra, cerca de la entrada del coro, a la derecha, de pie, entre la multitud. El coro entonaba el Magníficat. “Fue entonces cuando se produjo el acontecimiento que domina toda mi vida. De repente mi corazón se sintió tocado y creí. Creí con tal fuerza de adhesión, con tal arrebatamiento de todo mi ser, con una convicción tan poderosa, con tal certeza, que no me quedaba la menor duda…”. Y esa gran fe es la que predominó el resto de su vida y la que puso de manifiesto de manera sublime en sus escritos: Ahí están por ejemplo “Cinco grandes odas”, “El zapato de raso” o “La Anunciación a María”. Al principio se resistió, no quería aceptar aquella realidad que se le había ofrecido de manera tan tangible, pero tuvo que humillar su cabeza y su inteligencia: “He comprendido muy tarde esto: que todos debemos entrar en la armonía del mundo, en la que, por otra parte, no contamos para nada; hemos sido creados para escribir la historia que Dios quiere; no es nuestra historia la que tiene más interés para nosotros”.

Fue largo su peregrinar terreno, hasta 1955, y su actividad diplomática en numerosos países del mundo, pero sus años finales transcurrieron en su Francia adorada. Mas desde “aquella Navidad” mantuvo muy presente el mensaje divino recibido: “Con amor eterno te he amado y te he atraído hacia Mí. No me has elegido tú, sino que Yo te he elegido. He ido en tu seguimiento y sobre mis hombros te he vuelto al redil. Sé fiel hasta la muerte y Yo te daré la vida eterna”