Sr. Director:

En los tiempos en que el idioma todavía servía para decir cosas con sentido, pareja era una palabra honesta, trabajadora, de campo y de cuartel. Era la pareja de mulas, de bueyes o de asnos que araba, la de caballos que tiraba del carro, la de guardias civiles que patrullaba, la de soldados que marchaban a paso firme. Dos seres unidos por una función, no por un hashtag.

Pero llegó la modernidad, y con ella el sentimentalismo cursi, la corrección política y el infantilismo gramatical. La pareja dejó de arar, de tirar, de vigilar o de combatir, para empezar a “autopercibirse”. Lo que antes era un simple par -de zapatos, de bueyes o de tontos- se convirtió en una institución emocional con pretensiones metafísicas.

Hoy todo el mundo tiene, ha tenido o busca una pareja. Algunos incluso varias, simultáneamente o por temporadas. Ya no hay hombres ni mujeres: hay parejas. Ya no se tiene novia ni amante: se “mantiene una relación de pareja”. Todo se disuelve en una nebulosa sentimental donde la gramática y el sentido común mueren de aburrimiento.

Hubo un tiempo en que se decía con naturalidad: “vive con su novia”, “anda amancebado”, “están arrejuntados”. Palabras recias, sin tapujos, que designaban lo que designaban. Y antes aún, cuando la lengua era franca y la Iglesia tenía poder de metáfora, existían las barraganas y las mancebías: instituciones creadas -no sin realismo social- para que ciertos poderosos dejaran en paz a las mujeres comunes.

Pero el progreso lo iguala todo, incluso el lenguaje. Así nació la “pareja de hecho”, ese eufemismo jurídico que convierte en categoría administrativa lo que antaño era simple costumbre humana. Hoy uno puede ser pareja “de hecho”, “de derecho” o “de vete tú a saber”, según se autoperciba o se sienta… Falta poco para que los reformadores del idioma propongan el trinomio: pareja, parejo y pareje. Y, puestos a legislar, no faltará quien promueva una ley de protección para los aparejos ofendidos.

No exagero: el penúltimo invento del consenso socialfeminista-progresista -al que todo quisque se apunta por miedo a parecer cavernario- es una proposición de ley para “regular” el uso de palabras como cáncer, no sea que alguien se sienta herido. Pronto el dolor será un delito de opinión y el eufemismo, un derecho fundamental. “El eufemismo nos hará libres”, podría ser su lema.

Fernando Lázaro Carreter, en su antología El dardo en la palabra, ya advertía de esta peste de vocablos huecos, de la degeneración del lenguaje por la pereza y la ideología. Pero ni siquiera él podía imaginar hasta qué punto el español acabaría emparejado con la estupidez. Porque la palabra no sólo refleja el pensamiento: lo condiciona. Y cuando el lenguaje se empobrece, el pensamiento se licua.

De ahí que hoy el amor se confunda con el turismo emocional: todo es fugaz, “intenso”, “líquido”, “de experiencias”. Se “comparten momentos”, se “viven procesos”, se “atraviesan etapas”. Pero, en realidad, no se ama: se consume al otro, se sustituye y se desecha. La pareja moderna no es un par, sino una sucesión de monólogos solitarios.

Antes había favoritos y favoritas, sobrinos y mantenidas, expósitos y mancebos. Todo ello con nombres claros, sin vergüenza ni hipocresía. Ahora hay “parejas”, “exparejas”, “relaciones tóxicas” y “vínculos emocionales no lineales”. Una jerga de autoayuda y relativismo moral donde ya no se sabe si lo que se ama es a otro ser humano o la propia autopercepción.

Así va el idioma, arreando como puede, mientras los burócratas del lenguaje discuten si las palabras hieren. No se dan cuenta de que lo que verdaderamente hiere es la estupidez. Y en eso, ¡ay!, somos todos pareja de hecho.