Al grano: la presunta víctima asegura que cuando ingresó en el seminario mayor y reconoció su homosexualidad a Rafael Zornoza, este le llevó “a una terapia de conversión para ‘curar’ mi homosexualidad”, afirma en su carta-denuncia. ¿No resulta extraño a la par que contradictorio, que le enviara a terapia mientras realizaba actos homosexuales con él?

“Escribo esta carta solo con la intención de evitar que lo que me pasó a mí le pueda seguir pasando a otro niño”, asegura el denunciante. ¿Y lo dice ahora, treinta y pico años después y cuando el obispo, 76 años, lleva un año esperando que Roma le jubile? ¿De verdad que su intención es evitar que le suceda lo mismo a otros niños? ¿A qué niños? Lo pregunto sinceramente, porque me sorprende enormemente que haya demorado tanto la denuncia siendo esa su intención.

El obispado de Cádiz-Ceuta ha sido tajante y no deja lugar a dudas: “Las acusaciones que se hacen, referidas a hechos que tuvieron lugar hace casi treinta años, son muy graves y además falsas”.

De la tibia reacción del presidente de la Conferencia Episcopal, Luis Argüello, y del obispo de Madrid, José Cobo, no vamos a comentar nada. ¿Acaso a estas alturas podíamos esperar algo distinto de lo que han dicho?

Luego está la doble vara de medir a la que nos tiene acostumbrados El País. El periódico de PRISA, muy celoso de la presunción de inocencia cuando le interesa, ya ha condenado al obispo: “La conferencia no ha querido tampoco entrar a valorar el dolor de la víctima”, afirma en un artículo.

Y como los medios progres están tan preocupados por el futuro de la Iglesia y la santidad de los fieles, ya han lanzado informaciones convenientemente manipuladas sobre la trayectoria del obispo Zornoza. Según ellos, un hombre sin escrúpulos, capaz de desahuciar a un matrimonio anciano, manipulador donde los haya y obsesionado por el dinero. Vamos, el perfil idóneo de un cura que ha cosechado los frutos apostólicos de don Rafael y que ha logrado poner orden en una diócesis como la de Cádiz-Ceuta.