En México, una demanda de amparo se opone a que se coloquen “objetos decorativos en alusión al ‘nacimiento de Jesucristo"
Navidad siempre fue una fiesta alegre pero nunca cursi. Lo del Dios anonadado en hombre es una cosa seria, muy seria, pero nuestros abuelos lo contaron así:
En Belén está la Virgen
que en un pesebre parió,
parió un niño como un oro
relumbrante como un sol...
Y también:
A los de esta casa
Dios les de victoria,
en la tierra gracia
y en el cielo gloria.
Pero había coplas navideñas para los poco amados:
A los de esta casa
sólo les deseo
que sarna perruna
les cubra los huesos.
Lo de parir nos suena fuerte a los finolis blanditos de este siglo mansurrón, pastueño, borreguil, adocenado... pero nuestros abuelos eran los que decían aquello de "Cerdo, con Perdón. No, sin perdón, porque así se llama: cerdo".
Para nuestros ancestros, la Virgen bendita parió en Belén porque así se llamaba aquello que tanto respetaban: el parto que alumbraba un nuevo ser al mundo.
Las convicciones y los sentimientos cristianos siempre han sido lo contrario al crustáceo: son nobles, duros por dentro y blandos por fuera.
Y así, el Eterno se hace hombre encarnándose en una mujer y pasando por un parto similar, aunque no idéntico, a todos los ciudadanos y ciudadanas que en el mundo han sido, desde Adán y Eva hasta aquí.
Y por eso nuestros ancestros hablaban con tanto respeto del parto virginal como utilizaban un villancico para maldecir, nada menos que con sarna perruna en los huesos a aquellos que les caían gordos. Pero para unos y para otros, el Dios hecho hombre ha ejercido una atracción irresistible que sólo se resuelve con la adoración o la blasfemia. El pecado mayor es la indiferencia.
Es como para pensarlo un rato.
Nos hemos vuelto finolis, blanditos: por eso nos cuesta meternos en la Navidad, por eso nos cuesta tanto aceptar el hecho más importante acaecido en toda la historia: la encarnación.