Navidad siempre fue una fiesta alegre pero nunca cursi. Lo del Dios anonadado en hombre es una cosa seria, muy seria, pero nuestros abuelos lo contaron así:

 

En Belén está la Virgen 

que en un pesebre parió,

parió un niño como un oro

relumbrante como un sol...

 

Y también: 

 

A los de esta casa

Dios les de victoria, 

en la tierra gracia

y en el cielo gloria.

 

Pero había coplas navideñas para los poco amados:

 

A los de esta casa

sólo les deseo

que sarna perruna 

les cubra los huesos.

 

Lo de parir nos suena fuerte a los finolis blanditos de este siglo mansurrón, pastueño, borreguil, adocenado... pero nuestros abuelos eran los que decían aquello de "Cerdo, con Perdón. No, sin perdón, porque así se llama: cerdo".

Para nuestros ancestros, la Virgen bendita parió en Belén porque así se llamaba aquello que tanto respetaban: el parto que alumbraba un nuevo ser al mundo. 

Las convicciones y los sentimientos cristianos siempre han sido lo contrario al crustáceo: son nobles, duros por dentro y blandos por fuera.

Y así, el Eterno se hace hombre encarnándose en una mujer y pasando por un parto similar, aunque no idéntico, a todos los ciudadanos y ciudadanas que en el mundo han sido, desde Adán y Eva hasta aquí.

Y por eso nuestros ancestros hablaban con tanto respeto del parto virginal como utilizaban un villancico para maldecir, nada menos que con sarna perruna en los huesos a aquellos que les caían gordos. Pero para unos y para otros, el Dios hecho hombre ha ejercido una atracción irresistible que sólo se resuelve con la adoración o la blasfemia. El pecado mayor es la indiferencia.

Es como para pensarlo un rato. 

Nos hemos vuelto finolis, blanditos: por eso nos cuesta meternos en la Navidad, por eso nos cuesta tanto aceptar el hecho más importante acaecido en toda la historia: la encarnación.