En la mañana del lunes, el primer ministro francés, Dominique de Villepin tiraba la toalla: retira su Contrato de Primer Empleo (CPE), un contrato que posibilitaba el despido libre para los jóvenes de primer empleo durante un periodo, aproximado, dado que ha ido variando, de dos años. En la mañana del lunes, Villepin se rendía: no podía luchar contras las manifestaciones callejeras, contra los sindicatos, con la izquierda y, lo más duro, contra sus opositores de derechas, contra un Chirac vacilante, deseoso de contentar a todos y contra un Nicolás Sarkozy, ministro del Interior, que le disputa la primacía en las próximas elecciones presidenciales.

Demasiado hasta para Villepin. El caso es que los franceses, el pueblo que menos trabaja de toda la Unión Europea, se niega a trabajar más. Pero lo de Villepin no colaboraba a un mayor trabajo, sino a una mayor precarización del empleo y a un agravio comparativo con los jóvenes.

En el camino hacia el despido libre lo malo no es el objetivo final, sino las estaciones intermedias. Por eso, Sarkozy consciente de que sólo el despido libre aumentará la productividad, opta por una mejora de salarios y una rebaja de impuestos laborales en un contrato de empleo que casi, casi, se aproxima al despido libre aunque evitando la enjuicias que puedan producirse con el cincuentón que lleva muchos años en una compañía y si le echan no le cogerán en otra, dada la juvenalitis que impera.

A los sindicatos franceses, las reformas de Sarkozy deberían preocuparles más que las de Villepin, y a lo mejor tienen que afrontarla si el actual ministro del Interior conquista el Palacio del Elyseo.