Sr. Director:

Un enigma de nuestra democracia es la invisibilidad política de los niños y las niñas. Como parte de la población de derecho, su número influye en la asignación de escaños a cada circunscripción electoral, pues el número de escaños que corresponde a cada provincia está en función de su población.

Evidentemente, a una provincia con una población infantil abundante le corresponden más escaños que a otra con una inferior. Los niños y niñas, sin embargo, no se incluyen en el censo electoral y no tienen derecho a votar. Sin embargo, esto no significa que carezcan de intereses en el Gobierno del Estado que los cuida y acoge, ya que su situación siempre puede mejorar, por ejemplo, con más y mejores guarderías, o colegios con recursos docentes avanzados y recreos bien equipados, o mediante una asistencia sanitaria más completa, o por la oferta de actividades educativas complementarias subvencionadas, etc.

Probablemente, un demócrata convencido de las tesis republicanas piense que esos intereses estarán presentes y serán convenientemente defendidos en el foro, en cuanto el debate político está guiado por la sabiduría de quienes buscan el bien público en beneficio de todos. Pero desde una perspectiva menos idealista, típica de una democracia liberal, es evidente que la fuerza representativa que la infancia añade a los votantes de cualquier circunscripción, no va necesariamente a redundar en su favor. Fuera de los votos que emiten los padres, para quienes no lo son, una cosa es enternecerse con la inocencia y la sonrisa de un niño y otra bien distinta tener que soportar las denominadas cargas que conlleva su cuidado a costa del propio interés, en este caso mediante la disposición de los fondos públicos. El mantenimiento de esta situación es una trasgresión de la igualdad en la participación de los ciudadanos en la vida política (art. 9.2 CE), matemáticamente cuantificable debido al mecanismo una persona, un voto, que constituye el pilar fundamental en el que se sustenta la conquista institucional de la libertad, a la que con orgullo llamamos democracia.

Es evidente que son los padres los que ocupan la mejor posición como fiduciarios de los intereses de sus hijos, como reconoce una consolidada doctrina iusprivatista sobre la capacidad jurídica y de obrar. Consecuentemente, ellos deberían manejar en exclusiva la fuerza representativa que añade la infancia, otorgándoles un número de votos correspondiente a los hijos menores de edad que tengan, para que sus intereses estén justamente presentes en la vida política. Los niños y niñas, como ciudadanos que son, no pueden ser políticamente invisibles a la hora de decidir, si no lo son al incluirlos en el conjunto de la población que decide según la (hipotética) regla de la mayoría, y porque su protección y reconocimiento político consiguiente está previsto en el art. 39 de nuestra venerada Constitución.

No se ignora la complejidad que supondría introducir este cambio en el sistema electoral, pero la coherencia con los principios que fundamentan nuestra vida en común parece que así lo exige. Se puede mencionar el problema de la verificación de la paternidad o de la guarda legal, cuya solución no sería difícil debido a la exigencia de inscripción del menor e identificación de sus padres o tutores en el registro civil.

La división de los votos de los hijos entre padre y madre, en el caso de número de hijos impar, se podría solucionar contabilizando votos-mitad. Las asimetrías en la fuerza representativa del voto que se podrían derivar de la emisión votos y votos-mitad de padres separados o divorciados, cuyos hijos vivan en otro distrito electoral, bien podrían resolverlas los expertos comentaristas de nuestra Constitución proponiendo un ajuste conveniente del sistema electoral general; como también el supuesto de ciudadanos menores, hijos de padres sin derecho de sufragio, etc. Estos y otros problemas no son triviales, pero tampoco parecen un obstáculo insalvable como para que quienes pretenden nuestra confianza política renuncien a afrontarlos decididamente en favor de la imagen y el rendimiento de un régimen que repetidamente en sus discursos consideran maduro.

Guillermo Díaz

Asociación de Familias Numerosas de Las Rozas (Madrid)

Guillermo.Diaz@uclm.es