George Bush ha elegido al juez John Roberts como candidato al Tribunal Supremo norteamericano, y la polémica ha comenzado. Por de pronto toda la progresía le ha tildado de conservador, un concepto que sólo está claro para los ingleses. Y así, ha comenzado el tinglado de la antigua farsa: que si no favorece la libertad de expresión ni la libertad religiosa (¡!), que si el militarismo que si el liberalismo, que si

Al final, lo que late detrás de toda esa parafernalia y toda esa hemorragia verbal no es más que una cosa: el aborto. ¿Qué va a hacer Roberts con el aborto? ¿Inclinará la balanza del Tribunal Supremo (en Estados Unidos son los tribunales los que en la práctica regulan los derechos humanos, no el Parlamento)? Lo demás, poco importa.

Ahora bien, de las definiciones de sus amigos y de sus enemigos -difusos los primeros, montaraces los segundos- podemos sonsacar que Roberts posee la suficiente entereza, el suficiente coraje, para romper la muralla de mentiras detrás de la cual se oculta el mayor matadero de personas, el mayor crimen colectivo realizado en tiempos de paz, del mundo moderno : el aborto.

Aunque Estados Unidos no ha sido el mayor criminal de niños no nacidos (ese honor se lo lleva China y luego Rusia, con gran distancia sobre todos los demás) sí ha marcado, como siempre, la cronología de la historia. Con una mujer a la que lavaron el cerebro, primera víctima del síndrome postaborto, convertida luego en luchadora por la vida, el Imperio de la Muerte inició la era abortera moderna en Estados Unidos, en 1973. La cosa dura ya 32 años, y el Imperio de la muerte ha conquistado Naciones Unidas y, sobre todo, ha embadurnado muchas conciencias, hasta el punto de que lo más normal es oír hablar de derechos reproductivos, es decir, del derecho al homicidio.

Es más, los aborteros han logrado ganar la más importante de las batallas propagandísditicas: han conseguido que muy pocos se atrevan a hablar de prohibir el aborto, y si lo hacen son clasificados de ultras de forma inmediata. A partir de ahí, se pueden hacer muchas cosas. Es decir, los abortistas han ganado la batalla del determinismo, clave de la imagen. Hoy en día, hasta partidarios de la vida, por ejemplo el señor Bush, consideran que prohibir el aborto, hoy y ahora, resulta hasta demasiado ambicioso. Como mucho, paralizar o recortar su avance. Era lo mismo que pensaba el mundo, casi todo el mundo, en 1989: el comunismo es eterno, como mucho se le puede detener, pero nunca retrocederá. Ese mismo año el muro se derrumbó y con él, el gigante comunista.

Lo mismo pasaría si el Tribunal Supremo norteamericano, con el voto de Roberts, decidiera prohibir el aborto en Estado Unidos. La mancha de aceite correría por el mundo. Y la primera potencia del mundo es un país joven, lo que supone que comete muchas tonterías pero también es menos cautivo de lo ambientalmente correcto. Si alguien puede hacerlo, es Estados Unidos: ellos abrieron la era abortera y ellos pueden cerrarla, siempre en defensa del más débil y el más inocente. Para eso sólo hay que tener coraje

Ahora bien, lo que oigo de Roberts, al igual que lo que le oigo a Bush II desde en este su segundo y último mandato, no me gusta. Se llama tibieza, ese sentimiento de no podemos llegar a prohibir el aborto, es demasiado. Le acuso de tibio porque ni los defensores de la vida ni los abortistas han logrado saber lo que piensa exactamente sobre el aborto. Le llaman conservador, pero, como digo, ni unos ni otros saben llegar más allá de tan equívoco término. Y ya es significativo que, sobre un jurista que ha llegado tan alto como para ser candidato al Supremo, no se sepa lo que piensa del aborto. En este mundo, en las cuestiones-clave, si no te señalan es porque no te mojas, y si no te mojas es porque prefieres mantener tu puesto a mantener tus principios. Es decir, porque eres tibio.

Y a los tibios lo mejor es vomitarlos de la boca.

Eulogio López