El progreso no consiste en complicar las cosas sino en simplificarlas. Al final, todo el mundo sabe dónde hay que llegar para lograr el bien común, pero los intereses particulares o de grupo ofrecen una feroz resistencia. Todo el mundo sabe, por ejemplo, que la justicia social pasa por reducir al mínimo el enorme número de contratos laborales vigentes, e instaurar el despido libre, aunque pagado (¿por qué no va a despedir un empresario a un trabajador si no lo considera necesario para su negocio?) y unos salarios que permitan llevar una vida digna sin necesidad de trabajar 18 horas diarias. En pocas palabras: salario mínimo impuesto, despido libre, aunque indemnizado, y todos los contratos de carácter indefinido. La receta económica para el Occidente actual sigue siendo la misma: trabajar más -no necesariamente más horas, sino más- y cobrar más.

Pero para llegar a ese ideal, una de dos: o hay que hablar claro y olvidarse de demagogias, algo que a ningún político le gusta, o se buscan subterfugios, es decir se dan muchas curvas para ir de un punto a otro. El Gobierno Francés de Dominique Villepin ha escogido este segundo camino y se ha topado con una huelga sindical. Villepin quiere que los franceses comiencen a trabajar a los 14 años la figura del aprendiz, que durante dos años se puede echar a los jóvenes y, qué cosas, se le ha olvidado lo de aumentar los salarios. Así, no es normal que el 61% de los franceses esté en contra de la reforma. Lo extraño es que no sean muchos más.

Lo cierto es que en Francia, al igual que otros países de Occidente, se intenta evitar lo inevitable: la gente tiene que trabajar más horas, trabajar hasta los 65 años, como mínimo, y cobrar salarios dignos. Sin eso, no hay sistema de solidaridad que aguante. Sin embargo, la tendencia natural en todo Occidente es la contraria, aproximándose al viejo esquema de los trabajadores soviéticos: nosotros hacemos como que trabajamos y ellos hacen como que nos pagan.