Creo -y en esa ocasión empleo el verbo creer como opinión, no como convicción- que Francisco I es el Papa que la Iglesia necesitaba en esos momentos. Es más, considero que todos los que quieran entender el sorprendente, que no asombroso, nombramiento, deberían leer con premura la oportunísima novela de Leonardo Castellani -prólogo de Juan Manuel de Prada incluido-, Los papeles de Benjamín Benavides, de editorial Homo Legens. Ahí están todas las respuestas y tiene su aquel: tanto Castellani (fallecido en 1981) como Bergoglio son argentinos, jesuitas... y ambos fueron perseguidos por la Compañía de Jesús durante la peor crisis de la magnífica obra ignaciana, la que aquí conocemos como teología de la liberación.

Francisco I no es ningún antipapa. Tampoco es un Papa progresista, como lo define la prensa progre, un elogio con el que ya golpeara a Karol Wojtyla: conservador en lo doctrinal -traducido al metalenguaje del Nuevo Orden, en lo sexual- y progresista en lo social.

No hombre, no. La batalla que libra la Iglesia no es ni el Vatileaks, ni la reforma de la Curia -pesaditos están, con la redicha Curia- ni la terrible pero exageradísima pederastia clerical, ni la tontuna del banco vaticano, quien por su propia naturaleza no pude hacer otra cosa que blanquear dinero. No es la batalla que libra la Iglesia y que las engloba a todas; quizás la última batalla se llama blasfemia contra el Espíritu Santo, ese pecado que no se perdonará a los hombres ni en este mundo ni en el otro y que consiste en llamar Dios al demonio y demonio a Dios, como hacían los fariseos. Es decir, en llamar bien al mal y mal al bien. Es una inversión de la verdad, la nota que caracteriza al mundo moderno.

En plata: el mal ha existido siempre pero antes el malvado hacía el mal porque le gustaba. El problema del hombre actual, la herejía de las herejías, lo que hemos dado en llamar modernismo, consiste en que el malvado exige que sus obras sean reputadas como buenas obras. Y eso no se perdonará ni en este mundo ni en el otro. Natural. Y no se perdonará porque representa el atentado supremo, no ya contra el bien, sino contra la verdad y, sí, también contra la belleza, el canon objetivo con el que se muestra la verdad a los ojos del ser racional.

La blasfemia contra el Espíritu Santo es contra lo que se enfrenta su Santidad Francisco I. Este Papa no es el antipapa, no es un verdugo, está llamado a ser víctima, mártir. Y la batalla se libra en el momento en que termina el tiempo de la misericordia y llega el tiempo de la justicia divina. Y esto no es un mal presagio sino una feliz noticia: la purificación puede ser dura pero es una gran noticia para los fieles a Cristo.

En resumen, Jorge Mario Bergoglio era el Papa idóneo para un tiempo difícil. Y para mí supone la única respuesta lógica al enigma de la renuncia de Ratzinger y de la elección de Bergoglio. Dios ha vuelto a jugar con los hombres, tanto aquellos -los inquisidores- que no creen en la misericordia de Cristo como aquellos -los progres, seguidores del Nuevo Orden Mundial (NOM)- que no creen en la Justicia de Dios. El Espíritu Santo nos ha confundido a todos, pero Dios sabe más, la palabra clave es confianza.

Hasta aquí, el tronco de la cuestión, pero luego, claro, hay que reparar en las ramas. Notas distintivas del nuevo Pontífice:

1.- Se nos presenta a Francisco I como un Papa para los pobres, en tiempos de crisis económica. Su austeridad y su preocupación por los más desfavorecidos es una virtud cristiana que sólo merece elogios. Es, de hecho, uno de los apartados -que no el único- de la virtud más importante de todas: la caridad.

Ahora bien, para quienes creen que la Iglesia como ONG, conviene recordarles que la actual crisis económica no es causa sino consecuencia de la crisis moral, de un hombre moderno que se ha alejado de Cristo. Sin amor a Cristo el amor a los hombres es sólo filantropía paternalista, sólo solidaridad condescendiente. Los problemas se atajan por sus causas, no por sus consecuencias.

2.- Los amantes del tópico, que en materia eclesial no son muchos, dado que sólo hay 7.000 millones de seres humanos sobre el planeta Tierra, aseguran que Su Santidad Francisco I es un nuevo Juan XXIII. Según el tópico, Juan XXIII era lo contrario de Juan Pablo II, pero, miren por dónde, fue el polaco quien le elevó a los altares, al menos quien le hizo beato.

Pero probablemente tengan algo de razón. Como dijo Pablo VI de su antecesor, cuando convocó el Concilio Vaticano II, "este muchacho no se da cuenta de hasta qué punto ha alborotado el gallinero".

El Concilio Vaticano II fue algo tan formidable -recordar lo que se necesitaba recordar, instruir y aclarar- como inútil, -dado que fue interpretado como a cada uno le vino en gana-. Tengan en cuenta que, desde el bueno de Descartes -todo empezó a fastidiarse con el bonachón de Descartes- hasta aquí, la labor del cristianismo ha consistido en recordar, no en innovar, porque todo estaba ya dicho. Y el último dogma, allí donde los papas son infalibles, lo que recoge el Credo, el último fue en 1870 -precisamente, el dogma de la infalibilidad pontificia, junto al de la Inmaculada Concepción de María-.

Sí, Francisco I puede parecerse al Papa Juan, que alborotó el gallinero. Lo cual no tiene por qué ser malo.

3.- Francisco I no es un Papa jocundo pero es un Papa mariano. Sus menciones a la Virgen Santísima en un su discurso inicial ya dan una pista. Su primer acto como Papa ha sido una visita a Santa María La Mayor. Es decir, de las cuatro basílicas vaticanas, la dedicada a la madre del Redentor. Su devoción a la Virgen de Luján, patrona de Argentina, es conocida.

4.- El cardenal Bergoglio es jesuita pero ha elegido el nombre de Francisco I, en honor al santo de Asís, el más popular de todo el santoral. Hablamos de los dos grandes carismas de la Iglesia durante el último milenio: jesuitas y franciscanos. Son órdenes grandes, obras espléndidas de la Providencia que, por su grandeza, sólo admiten defectos igualmente enormes: la soberbia -intelectual, que el orgullo siempre es intelectual- y la frialdad franciscana. El cardenal Bergoglio ya sufrió el feroz comparativismo jesuítico, que le recluyó en Córdoba, en arresto domiciliario.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com