El cardenal Rouco estaba enfadado con SM Juan Carlos I cuando un 1 de noviembre de 2003 le llamó por teléfono para decirle que su hijo SAR el Príncipe Felipe, heredero al Trono, iba a anunciar su compromiso con Letizia Ortiz Rocasolano y para preguntarle si podría oficiar la boda en la catedral madrileña de LA Almudena. El arzobispo de Madrid respondió que con mucho gusto. Su enfado vino luego, porque al monarca se le olvidó explicarle el pequeño detalle de que la novia de su Alteza era una divorciada. Una omisión que, por cierto, hizo meter la gamba a altos dignatarios eclesiásticos, lo que forzó luego a una serie de rectificaciones parciales, proceso que suele provocar el regocijo del noble pueblo español y de toda su mala uva.

Ahora tenemos otro caso. El diario El Mundo publica que la Iglesia considera que Juan Carlos I no debería firmar la ley del matrimonio gay (homomonio, gaymonio o manicomio, como ustedes prefieran), de la misma forma que Balduino de Bélgica optó por la abdicación temporal (algo es algo) antes que firmar la ley belga de despenalización y promoción del aborto. El mismo monarca que en privado hace bromas sobre los cacorros (en consonancia con el noble pueblo antes referido) se nos vuelve digno y desde Zarzuela se exige a la Conferencia Episcopal que desmienta la información.

Este es el problema: la identificación entre la Iglesia española y la Conferencia Episcopal Española. La Conferencia se ha convertido en una maquinaria burocrática encargada de hacer lo que hacen todas las maquinarias burocráticas: impedir que se haga nada. En un momento en el que se exige un testimonio, probablemente heroico, frente a las barbaridades que se están produciendo, no estamos para leguleyos ni para reparar en demasía en el Código de Derecho Canónico, que, como se sabe, es uno de los ladrillos más plúmbeos del universo.

Es decir, como buen ente burocrático, la Conferencia puede impedir lo que hoy están haciendo los obispos en medio mundo, así como la Curia vaticana: dar testimonio. No es posible que desde el Vaticano se esté pidiendo a los jueces y alcaldes católicos que sean coherentes con su fe y ni casen ni colaboren en homomonios, incluso si con ello pierden cargo, trabajo y sueldo, y que en la Conferencia Episcopal Española no se exija a un monarca católico que ejerza la objeción de conciencia en cumplimiento de la doctrina católica.

Y ya puestos, espero que la Conferencia no se convierta en rémora para que los obispos salgan a la calle, por ejemplo, en la manifestación convocada para el sábado 18 de junio. En cualquier caso, a ver si conseguimos acabar, de una vez por todas, con la Conferencia Episcopal Española. Además, es muy cara, y el Gobierno Zapatero está empeñado en asfixiar económicamente a la Iglesia.

Que nadie se engañe: la Iglesia debe optar por la libertad y por su esencia. Y su esencia consiste en que en la Iglesia mandan los obispos, sucesores de los apóstoles, y en comunión con el primado, el obispo de Roma, que es quien les nombra. Las conferencias sobran: son organismos clónicos de la realidad política, pero resulta que la Iglesia no es una institución política.

Eulogio López