Sr. Director:
Es cierto que hoy confiesa menos gente que hace algunos años, y es que los cristianos están perdiendo el sentido del pecado.

 

Bajo mi humilde opinión también me atrevería a decir que en esto tienen mucho que ver algunos sacerdotes, hay muchas iglesias a las que vas a Misa y el confesionario está vacío. Algunos creerán que ese kiosco será una reliquia antigua que está allí para adorno. Ahora bien, no en todas ocurre lo mismo. Yo suelo ir a dos iglesias en las que siempre desde un rato antes, durante y después de la Santa Misa están los sacerdotes sentados en el confesionario, lo digo, porque me ha tocado esperar bastantes colas para confesarme. Y, es que cuando los sacerdotes están en el confesionario, los fieles acudimos.

Digo todo esto, porque hace unos días me encontré con una amiga que hacía años que no sabía de ella, empezamos a contarnos y preguntarnos con afán de recuperar los años pasados. Hablando de todo llegamos al sentido trascendente de la vida y hablamos de la confesión; yo del bien que me hacía y ella de que la echaba de menos, que había pasado tanto tiempo que no sabía cómo volver, que le daba cierta vergüenza. ¿Vergüenza?

Eso que la sientan los que cuentan sus intimidades con todo detalle en las televisiones o los que van en el autobús con el móvil aireando en voz en grito y que nos enteramos todos los viajeros.

Decía una santa mujer a su hijo cuando éste le decía que le daba vergüenza hacer esto o aquello: ¡hijo mío, vergüenza sólo para pecar!.

Sea por vergüenza, pereza o desánimo, a muchos nos cuesta confesarnos y acudir al confesionario.

También a gente de hábitos sucios le cuesta mucho darse una ducha. Pero la incomodidad de la ducha, como la del confesionario, es necesaria para limpiarse. ¡Un pequeño esfuerzo, y después una gran alegría, la de saberse libres e hijos amados de Dios!

María Muñoz