Entraré en la nada y me disolveré en ella, dijo el premio Nobel José Saramago, fallecido el pasado viernes. En la nada, don José, uno no puede ni disolverse.

Es la contradicción interna de la modernidad: aseguran, de modo poco científico, que Dios no existe y a renglón seguido comienza el suplicio vital, permanente, agudo, porque sin su amor no se puede vivir y sin su existencia no se puede pensar.

Lo que siempre olvida el descreído es que Dios existe o no existe independientemente de que lo hombres creamos o no creamos en él. Es decir, lo que ha olvidado la modernidad es la condición de criatura del ser humano ese sujeto tan apasionante pero tan débil que ni tan siquiera puede dar razón de su existencia. De la misma forma que a los cristianos nos traiciona la imagen, extraída de los libros infantiles, del viejo de la barba, con lo que corremos el riesgo de confundir a quien nos creó con los objetos por nosotros creados, al agnóstico le tortura la imagen de un magma gelatinoso, conocido como la nada. Y eso que la razón aduce que si hay magma ya estamos hablando de algo, no es la nada. En la nada no se diluye ni nuestra carroña.

Sí, el espíritu existe, sin importarle una higa nuestras disquisiciones. Nosotros mismos somos espíritus lastrados o amenizados- por un cuerpo material. Don José, ahora lo sabe, no se ha diluido en la nada, don José es eterno. Como todos los espíritus humanos, libres, para bien o para mal y, esto es seguro, para siempre.

Decía Saramago que no le tenía miedo a la muerte. Lógico. Es el cristiano quién siente temor a morir. Por dos razones: porque tiene motivos para amar la vida y porque sabe que la forma primera de pensamiento es el agradecimiento, la gratitud por el regalo de la existencia que nunca acaba de exprimir. También, porque sabe que la vida es eso que viene antes de la muerte y que, con ella, llega el momento del juicio inapelable. Por contra, para el desesperado, lo único que queda es la droga de la inconsistencia, la alienación mórbida del único enemigo del hombre: la desesperación, ésa que produce la atracción de la nada, el vértigo suicida de la autodestrucción. No confundamos la serenidad de quien confía en Cristo con la placidez del desesperado, la vitalidad de la fe con el amodorramiento del suicida.

Por otra parte, las reacciones al fallecimiento de Saramago me ratifican en que la modernidad ha matado las ideologías. Ya no existen revolucionarios y conservadores, la izquierda y la derecha han muerto. Ahora ya sólo existen cristianos y cristófobos y cada cual debe elegir su bando. Los tres grupos editoriales progresistas que con más entusiasmo que con más entusiasmo han recogido citas anticlericales de Saramago comenzando por su anticlerical discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura-, por concretar, PRISA, Mediapro y La Vanguardia, están liderados por Juan Luis Cebrián, residente en un casoplón de La Moraleja, por un Jaume Roures coleccionador de fincas en el litoral catalán y por Javier Godó, conde y vicepresidente del tercer banco y primer grupo industrial del país. O sea, izquierda de barricada.

De las personas pasemos a los epitafios. Compromiso, es la palabra más citada por las portadas de los diarios españoles y por las declaraciones de los seguidores del escritor portugués. ¿Compromiso? Con todo respeto y afecto al narrador: ¿Compromiso con qué? ¿Puede existir compromiso en una vida sin sentido, cuyo origen desconocemos y cuyo destino ignoramos? En una vida sin significado la fortaleza de los grandes y la debilidad de los menesterosos constituyen un soplo, un interregno demasiado breve como para merecer el compromiso vital que se pregona.

En cualquier caso, como cristiano, mi esperanza en que Saramago haya hablado con Dios antes de morir. No tiene por qué saberlo nadie: me refiero al diálogo íntimo entre creador y creatura, que en tanta ocasiones no dura más que un dilatado nanosegundo. Mi esperanza es que José Saramago, descanse en paz, en un paz vital y jocunda, la de la vitalidad constante y serenísima de quien ha descubierto que no se ha disuelto ni en la nada ni el todo, sino que ha encontrado el lugar que le estaba asignado, fuera del espacio y traspasado la frontera del tiempo a la eternidad: el de hijo de Dios.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com