"Por la noche, mientras rezaba, la Virgen me dijo (acerca de la regla por la que se regiría la congregación religiosa que Dios le ordenó crear): su vida debe ser similar a la mía, silenciosa y escondida. Deben unirse continuamente a Dios, rogar por la humanidad y preparar al mundo para la segunda venida de Dios".

Unas normas severísimas, las implantadas por Santa Faustina a la tal congregación, que conllevaban la total anulación de los contactos con el exterior, ayuno severo. Prohibición permanente de comer carne, ni la más mínima propiedad y siga usted contando. Ahora bien, tan durísima ascética se combinaba con un respeto imposible de encontrar en el siglo, en el mundo exterior, hacia la conciencia individual. Un detalle: "La superiora puede preguntar a una hermana dada, pero nunca para conocer la razón por la cual no se acerca a la Santa Comunión, sino más bien para facilitarle la confesión. Que las superioras no se atrevan a entrar en el ámbito de la conciencias de las hermanas".

Si otras congregaciones y movimientos laicos -estrellas de la Iglesia actual- hubieran establecido esa tajante frontera entre el Gobierno de una institución y la dirección espiritual de sus miembros, nos habríamos ahorrado muchos problemas. La inveterada norma histórica en la Iglesia a esos efectos siempre resultó tan sencilla como eficaz: la conciencia sólo se abre en confesión, cuando el sacerdote opera con gracias de Estado y bajo la única orden de máxima confidencialidad. La conciencia humana es el recinto de Dios en el alma, o al menos donde Dios debería residir. Por tanto, es terreno sagrado, lo más sagrado que existe en el planeta.

La segunda característica de Santa Faustina para la vida regular es el silencio, el recogimiento, el diálogo continuo con Dios, que no puede evitar en un alma parlanchina, ni apresurada. Sin paz interior no puede haber paz exterior, viene a sentenciar Kowalska. En la agitación, es decir en el mundo actual, no es posible el encuentro con el Creador.

Cuando Karol cumplía 18 años, fallecía Faustina KowalskaWojtyla ejerció sus ministerios sacerdotal y episcopal -hasta que le castigaron con el Papado- bajo la tiranía comunista de Europa Occidental. Va a ser uno de los hombres más conocidos del siglo XX, el titán que terminaría con el todopoderoso marxismo y, lo que resulta más complejo y meritorio, el hombre que acabaría con la confusión interna de la Iglesia y con la tiranía de las "ideas cristianas que han vuelto locas", es decir, con las tiranías del modernismo: relativismo, culto a la fuerza bruta y al dinero y tristeza, mucha tristeza, concretada en la depresión, que es la enfermedad de los siglos XX y XXI, donde el hombre se aferra a la supervivencia, aunque se ha cansado de vivir, que no es contradicción sino complementariedad.

El poderoso Papa romano vivió siempre en la más austera frugalidad y con una reciedumbre que pocos de sus acólitos fueron capaces de imitar.

Suya es la famosa anécdota de cuando el presidente norteamericano Bill Clinton le reclamaba al teléfono mientras rezaba, de rodillas, ante el Sagrario. Sus acólitos le fueron a avisar pero Wojtyla siguió hablando con el Santísimo. Nerviosos, sus ayudantes insistían:

-Santidad, se trata de un asunto urgente.

-Pues si es urgente -respondió Juan Pablo II- habrá que rezar un poco más.

Escribía mucho, tanto, que todavía hoy, al menos en castellano, no se han editado sus obras completas. Podríamos decir que su profesión era la de escribano. Agobiaba a sus acólitos pero, al mismo tiempo, contaba con ellos y les daba margen para hacer algo más que corregir. A los teólogos les resulta aún hoy extraordinariamente llamativo que la que probablemente fuera la cabeza mejor amueblada de todo el siglo XX, además de ser asistido por el Espíritu Santo, les dejara corregir sus documentos, fuera cual fuera su relevancia, encíclicas, discursos, etc. Y escribía ante el Sagrario, en una mezcla de oración y redacción, delante de Cristo sacramentado. Por la mañana, a primerísima hora, tras la Eucaristía.

La Iglesia no es el Estado Vaticano, así que Wojtyla gobernaba el Cuerpo Místico escribiendo, transmitiendo mensajes, en especial sobre el amor a Dios y a su madre. Para tutelar la Iglesia dejaba la reunión semanal con la Secretará de Estado. No manda a los obispos, ni a las congregaciones religiosas, ni a los sacerdotes ni a los laicos: sólo les hablaba y les escuchaba, como si tuviera todo el tiempo del mundo quien carecía de él. No gobernaba sino que evangelizaba, porque su respeto hacia la conciencia ajena era tal que le molestaba dar órdenes. Lo suyo era hablar y escribir, y como escribir es tarea individual, lo hacían ante el Sagrario, tanto en Cracovia como en Roma.

Cuando André Frossard, el converso francés convertido en su primer entrevistador y en uno de sus amigos más fieles, le urgía a tomar medidas urgentes ante el desmadre existente:

-El mal es una contradicción: deje usted que se disuelva a sí mismo.

Y es que el hombre que detuvo el caballo desbocado que era la Iglesia de 1978, cuando accedió al Papado, odiaba condenar a la gente y hacer juicios de conciencia. Juan Pablo II sentía tal respeto por la conciencia individual, como aconsejaba Santa Faustina, que sólo juzgaba las ideas y no a las personas. El Vicario de Cristo le dejaba esa tarea a su jefe directo, instancia judicial ante la que no caben recursos.

Con Wojtyla, alumno aventajado de Kowalska, se hizo realidad aquello de que "la fe se propone, no se impone". Eso sí, sus propuestas eran claras, inequívocas y exigentes, era vino de 15 grados, el más recio. Como todos los valientes, Juan Pablo II no calló ni debajo del agua, pero jamás forzó en nada a nadie. El que creó libre al hombre ama tanto la libertad como la justicia.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com