Cuenta George Weigel en la que, sin duda, es la mejor biografía de Juan Pablo II, que la "nación polaca sobrevivió a la destrucción del Estado polaco, porque los polacos llegaron a creer que el poder espiritual era, con el tiempo, más eficaz en la historia que la fuerza bruta".

Es cierto, sólo la fe en Cristo ha mantenido viva a Polonia a lo largo de su procelosa historia. Posiblemente, sea el país que mejor ha tratado a los judíos, quizás porque los polacos tienen algo en común con los judíos: ha sido su fe lo que ha sobrevivido a todas los descuartizamientos políticos. Los polacos no son una raza, pertenecen a la raza eslava, y su única esencia, la que permanece a lo largo de mil invasiones, es su fe.

Otra nota distintiva de los polacos es que, como ocurriera en la España de los Reyes Católicos y hasta Felipe II (a partir de ahí, el asunto empezó a torcerse), el patriotismo va unido a la universalidad y todo con un objetivo sobre natural: el Reino de Cristo.

Nunca fue España más universal que cuando dio sus mejores energías a la colonización de Iberoamérica, la única que acabó en mestizaje, no en sustitución de una raza por otra y la única donde la expansión de la fe católica era el primer objetivo. Catolicidad y universalidad -sinónimos- en los principios innegociables. Los polacos no colonizaron a nadie, bastante tuvieron con sobrevivir pero al menos en dos ocasiones salvaron a Europa y el estandarte de su héroe nacional, no especialmente pío, Tadeusz Kosciusko aseguraba: "Por vuestra libertad y la nuestra". Los polacos que lucharon en la mayor batalla de la II Guerra Mundial en suelo italiano, dejaron este epitafio: "Nosotros, soldados polacos/por vuestra libertad y la nuestra/entregamos nuestros cuerpos al suelo de Italia, nuestras almas a Dios/pero nuestros corazones a Polonia". Esto es: nuestra libertad importa, no menos que la de todos.

En este caldo de cultivo se criaron Faustina Kowalska y Karol Wojtyla. Faustina comienza a tener revelaciones de Cristo en los años 30 del pasado siglo XX. Es decir, empieza a hacer oración, a hablar con Dios… y resulta que Dios le responde. Para distinguir al falso profeta del verdadero no sólo hacen falta dos preguntas, sino dos peticiones: la primera es: "Señor, que yo no te invente, que no hable por tu boca". Los falsos profetas tienden a convertirse en protagonistas y jamás cuestionan el origen divino de sus revelaciones; los profetas sinceros sólo se cuestionan a sí mismos. Diario de Santa Faustina:

-Jesús, ¿no eres tú una ilusión

Respuesta:

-Mi amor no desilusiona a nadie.

Era diálogo, no esquizofrenia, pero la vidente confiaba en Dios y desconfiaba de sí misma.

La segunda nota distintiva del profeta es que su diálogo con el Creador nunca se encamina hacia uno mismo sino que se encamina a los demás, a los otros. Las revelaciones no se tienen, se sufren, porque Dios es muy exigente con el alma premiada. Es un privilegio, sí, pero incómodo. El diario de Santa Faustina lleva ese sello: desagraviar, consolar a Dios y rogar por el prójimo. 

Y todo ello sin otras referencias a sí misma que sus propios errores: sólo importa el Otro y los otros, nunca uno mismo.

En 27 años de pontificado, Juan Pablo II se convirtió en el hombre más visto y oído de todo el siglo XX. Hablaba de continuo pero jamás de sí mismo. Ni sus entrevistadores consiguieron horadar su intimidad. De hecho, sabemos muy poco de él. Es la marca de los santos: si pueden evitarlo, no hablan de sí mismos. Lo que sabemos del Papa polaco es porque no ha tenido más remedio que contarlo o, las más de las veces, porque lo han contado sus amigos: primero, por vuestra libertad, luego, por la nuestra: la mía poco importa.

El olvido de sí mismo, la clave de la felicidad humana, y la confianza en Dios, los mamó Wojtyla de la historia de Polonia y de los escritos de Santa Faustina. En una de sus obras dramáticas, el joven poeta Lolek, como era conocido, escribe que hay que escapar de la celda del egoísmo para "ser conquistado por el amor", porque el amor obliga a "alumbrar", a ser fructífero… aunque todo alumbramiento conlleve dolor. El futuro Papado ya estaba en aquellas palabras, de la escuela Kowalska.