A la ministra de Sanidad, doña Elena Salgado, tan citada en estas pantallas, le ocurre lo mismo que a aquel medio, progresista, naturalmente, de la decimonovena centuria, quien declaró la guerra a Dios y a la tuberculosis, aunque no sabemos en qué orden. Doña Elena Salgado le ha declarado la guerra a la vida y al cáncer de pulmón, aunque tampoco sabemos en qué orden.

El pasado jueves 3, nos desayunábamos con el nuevo y genial invento de doña Elena: al que pillemos (se supone que al que pillen las Fuerzas y Cuerpo de Seguridad del Estado) fumando donde no debe le pueden caer 600 euros de sanción.

De inmediato, los grandes medios se han lanzado a practicar una de las costumbres más loables de la sociedad mediática: el periodismo reaccionario, calificado así porque busca las reacciones sobre cualquier hecho. Por ejemplo, un famoso canal de televisión español mostró su pluralismo entrevistando a una fumadora, mayor, fea y rugosa, quien manifestó que le importaba un bledo lo que dijera doña Elena y que, lo que era ella, iba a seguir dándole al Ducados cosa fina. Como pueden ver, una actitud lamentable, agresiva, violenta. De otra, aparecía una jovencita con gorrito de esquiador, una monada, no fumadora, quien, con la extraordinaria simplicidad de sus 20 abriles, nos explicó a todas y todos que la medida del Gobierno socialista que nos ampara sólo merecía su aplauso. Porque claro -se quejaba la criatura-, estamos los no fumadores, que fumamos dos veces. Uno comprende que en los centros escolares y universitarios apenas se imparte la disciplina antes llamada lógica, pero todavía confío en el sentido común. Porque, en el peor de los casos, el no fumador sólo fuma una vez, ¿vedad?

Según el borrador de ley de doña Elena, las penas van aumentando. Tengo entendido que quien venda un paquete de tabaco a un menor le confiscan el patrimonio, y al restaurador que permita el incumplimiento en su local de tan salutífera normativa le fusilarán sin juicio previo, al amanecer. Di que sí, la sociedad debe defenderse de sus elementos más nocivos.

Aquí nos hemos vuelto todos idiotas o sufrimos de enajenación transitoria, pero, al parecer, el día aún no había terminado. Así, coincidiendo con el aldabonazo legal de doña Elena, se hacía pública una encuesta entre universitarios españoles. Lo más sorprendente, ergo lo más resaltado, es que la Iglesia es la institución en la que menos confían los universitarios. Una conclusión, sin duda, preocupante, pero profundicemos en ella. ¿Por qué a la futura clase dirigente del país no le gusta la Iglesia? ¿Quizás le disgusta la teología cristocéntrica del Magisterio eclesial? ¿El Misterio de la Santísima Trinidad? ¿El problema de los Universales? ¿La doctrina social? No, casualmente, lo que a nuestros universitarios no les gusta de la Iglesia es su doctrina sexual. ¿En qué estarían ellos pensando? No les gusta que la Iglesia condene el aborto, la eutanasia, y, sobre todo, el condón y la píldora del día después, los medios pret à porter para refocilarse el sábado sin apesadumbrarse el lunes. El resto de la doctrina cristiana les entusiasmaría si lo conocieran, pero la doctrina sexual no se concilia con el subidón hormonal propio de la adolescencia y la juventud. A mí no me extraña que no les guste. Al menos, si uno tiene lo que podríamos llamar una conciencia progresista, es decir, laxa, no puede gustarle lo que se dice nada, por la misma razón de que a los adultos no nos gusta envejecer y a los pobres les fastidia no ser ricos. Siempre he dicho que me empezaré a preocupar por la situación de la Iglesia cuando no vea ancianos en ellas, no cuando note la ausencia de los jóvenes. La razón es muy simple: cuando cumples los sesenta, la muerte deja de ser algo posible para convertirse en algo probable.

Pero sigamos. Doña Elena Salgado se preocupa tanto por nuestra salud que después del tabaco es muy probable que venga el alcohol. Como el tópico cunde, debo confesarles que, por ejemplo, en las redacciones periodísticas ya miran con malos ojos a aquel que confiesa tomarse un brandy o un güisqui después de comer o de cenar. La atmósfera ya está preparada para el nuevo ataque progresista-puritano : no fumes, no bebas, no engordes... obedece a doña Elena, rediez, que quiere lo mejor para ti. Mírale a la cara y dime si no ves en ella el fiel reflejo de Teresa de Calcuta. En laico, eso sí.

Si combinan ustedes ambas noticias podemos llegar a la conclusión de que vivimos una dictadura light, además de un lavado de cerebro de grandes proporciones. No se puede fumar, no se puede beber, no se pueden engordar. Tampoco se puede dar uno al sexo de forma violenta, porque lo que prima es el sexo seguro, que significa, como todo el mundo sabe, sexo sin vida, ya saben el que, como dice la canción, plastifica mi corazón. Y, sobre todo, el que no compromete.

Eso sí, abortar, destrozar embriones, asesinar al impedido... eso no sólo es libre: es obligatorio.

Salgado ha declarado la guerra a la vida y a la tuberculosis. A cambio, sólo nos pide que seamos unos pobres esclavos infelices. ¿No vamos a hacerle caso?

Acosado por mi esposa (recuerden: si tu mujer te dice que te tires por el balcón, alquila una planta baja), dejé de fumar tres años atrás. Sinceramente, creo que voy a volver. Mejor un cáncer de pulmón que una estupidez cerebral. Además, la libertad exige luchar contra esta ley: ¡A las barricadas, muchachos! ¡Encended el Ducados allá donde os plazca, con fricción, con rebeldía, con ganas de fastidiar al tirano! No paguéis las multas, cancelar vuestras cuentas para que no os embarguen. Conchabaros con los bares y restaurantes no sometidos, fumar en los centros de trabajo, a ser posible en el despacho del director: ¡Libertad o muerte! A fin de cuentas, nunca he comprendido esa obsesión por entregarle al sepulturero unos pulmones en perfecto estado de revista.

Además, si Elena Salgado fumara, no tendría tan mala uva.

Eulogio López