(Mateo 24, 32-33; Mateo 25, 13; Lucas 21, 28)

"Vigilad, pues, porque no sabéis el día ni la hora". Más que levantarse Pierre se incorporó de un brinco. Regresó del mundo de la inconsciencia cuando faltaban tan sólo cinco minutos para que sonara el despertador.

Los sueños resultan inaprensibles aún cuando son tan reales como la existencia que se inicia tras el despertar. Pierre estaba convencido de no haber leído aquella exhortación a la vigilancia permanente en ninguna lapida de cementerio, quizás porque no recordaba cuándo había pisado un camposanto por última vez. No son lugares a los que uno deba acudir por gusto.

No, la memoria resulta tan esquiva como los sueños. Es como la historia misma recorrida hacia atrás y, en ocasiones, el pasado se muestra tan oscuro como el futuro, aunque tiene una ventaja respecto a éste: el pasado existe, el futuro no. Tan sólo los seres que vivimos fuera del tiempo, los ángeles, podemos vislumbrarlo.

Hermosa disquisición que a Pierre le hubiese parecido tan relevante como inoportuna. Aquel sueño patente excitaba su pensamiento: sí, la culpa la tenía su querido padre, ya fallecido. Desde que eran pequeños, había acostumbrado a sus cuatro hijos, allá, en aquella aldea de los Alpes franceses, a leer en familia, cada atardecer, unos cuantos versículos del Evangelio.

Y en su memoria infantil, la que más perdura, se habían quedado grabadas, no los relatos, sino las ideas de Jesucristo, frases que martilleaban su conciencia cuando menos lo esperaba, en las situaciones más pintorescas de su vida familiar, de trabajo, de amistad… en los sueños. Píldoras que enlazaban textos del siglo I con las vivencias del siglo XXI, al que pertenecía.

Y aquella extraña mañana las píldoras se acumulaban: "Sabed que es inminente, que está a las puertas". ¿Qué era lo inminente? Además, aquella cita parecía contradecir a la primera: si no podía saberse el día ni la hora, ¿por qué sabemos que es inminente? ¿Por qué está a las puertas? Y el enigma volvía a la carga con una tercera píldora: "Cuando comiencen a suceder estas cosas, levantaos y alzad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra liberación".

Pierre había sido un buen estudiante y un buen universitario, ya en París. Su traslado a la capital le privó de la espléndida vida rural que durante la infancia le había ofrecido la vieja granja de su padre y le había condenado a sobrevivir en la hacinada capital de Francia, donde leer el Evangelio en familia no formaba parte de los hábitos de la mayoría. Pero quedaba la memoria.

Estudió periodismo y, a sus cuarenta años, era ya un informador medianamente reconocido, especializado en mercados financieros, cuya relación con el Cristianismo es innegable: representa justamente la antítesis.   

Aunque aquella contradicción, tan interesante, le parecía baladí aquella mañana. Es al final de las grandes historias cuando cada hecho se coloca en su casilla correspondiente.

Mientras se preparaba para acudir al trabajo Pierre iba reconstruyendo aquel sueño agitado. Hay argumentos que se confunden con presentimientos. Abstraído, utilizó como un zombi el transporte público de aquel París antipático, donde todos se sienten obligados a demostrar que saben defenderse.

Fue justo al entrar en el diario cuando el rompecabezas comenzó a encajar. Penetró en la redacción bajo aquel cartel que había colocado su amigo François un irónico de tonos agudos: "En este periódico formamos una gran familia. Por eso, el director declina cualquier responsabilidad en la desaparición de objetos valiosos". Pero Pierre ni se fijó en él. Era el momento de las convicciones, esos escasos instantes de vuestra existencia en la que los hombres pasáis de la confianza de la fé a la certeza de aquello en lo que creíais. La certeza es el premio de vuestra confianza en Dios y entonces la duda deja de atormentaros y sentís que todo está claro: es el momento de elegir entre la luz y las tinieblas.

Más os vale estar preparados para ese momento. Son instantes que se producen pocas veces en la vida pero que siempre llegan en la hora de la muerte. En plata, Pierre había interpretado su sueño y ahora sabía que había llegado su hora.

Lo cual resultaba tan indemostrable como incuestionable. Gozaba de buena salud, era joven o, al menos, tenía una edad que los hombres del nuevo milenio consideráis incorrecta para morir. Pero él sabía que se acababan sus horas en este mundo. Y cuando uno sabe que va a morir, y siempre lo termináis por saber, la lógica impone seguir haciendo exactamente lo mismo que estabais haciendo y la lucidez que se otorga a cada hombre en ese momento le lleva a decidir de qué manera se enfrente uno a la muerte. La alternativa consiste en desesperarse o alzar la cabeza. En ese momento crucial, el miedo natural a que el cuerpo se separe del alma no provoca histerismo sino una extraña serenidad. No, no es un logro vuestro sino la gracia que se os otorga para que podáis convertir ese acto en el más natural, el más novedoso y, al mismo tiempo, el más cotidiano de toda vuestra existencia.

Insisto, en la hora postrera, o te das a la blasfemia o yergues la cabeza… porque se acerca tu liberación.

Y Pierre, ayudado por las píldoras de su padre, decidió. Nunca como entonces había comprendido la vieja proposición: Dios quiere que tengamos un corazón de niño y una mente de hombre. Mientras habría como un autómata su ordenador, repetía palabras: "Tuyo soy", frase que jamás había pronunciado en toda su existencia.

El mundo externo seguía su marcha. Allí, en su pantalla de redactor del diario económico 'Les Échos' apareció su página de inicio: las cotizaciones de la Bolsa de París, en la que tintinaban los cambios del CAC 40. Abrió el sistema del diario para escribir. Luego con una paz que no había sentido ni en la vieja granja, cuando su padre les leía a sus hermanos y a él pasajes del Evangelio, comenzó a escribir la que sabía su última crónica, con las siguientes palabras: "Este es el último artículo del abajo firmante…".

Mientras escribía una pezadez empezó a invadirle, una opresión ligera pero creciente, que parecía ascender hacia su hombro izquierdo. Pero nunca había redactado con tanta facilidad, quizás porque no se sentía solo, a pesar de que no había ningún compañero en las mesas próximas. Cuando hubo terminado, colocó su pieza en el sistema de administración interna del diario y se percató de que ésa sería la última vez que atravesaría la barrera censora de sus superiores. El dolor se había convertido en opresión, pero era el dolor de los animales: dolía pero no humillaba. Empezaba a vislumbrar el nuevo mundo al que estaba llamado.

Jacques, el redactor jefe, se llevó un buen susto al leer aquello. De las primeras líneas concluyó que su redactor se marchaba a trabajar a la competencia pero enseguida comprendió que Pierre no se despedía de Les Échos, sino del mundo, "camino del Reino", como él mismo anunciaba en su última crónica.

Tantos lustros como redactor jefe permitían al veterano Jacques distinguir cualquier forma de ironía y enseguida supo que no estaba ante un sarcasmo: su especialista en bolsa hablaba en serio. Se incorporó de un salto y fue hacia su puesto. Allí contempló al autor con la cabeza reclinada hacia atrás y los ojos abiertos y yertos. Y lo más grave de todo: Pierre sonreía.

El artículo, su artículo postrero, se publicó en la web de Les Échos, pero el Consejo de Redacción prohibió su publicación en la edición de papel del día siguiente. La buena nueva del testimonio sereno de Pierre sería silenciada por vuestro peor enemigo en este mundo: la rutina. El espectáculo debía continuar. La prensa vegetal es mucho más grave, y más mentirosa, que la digital y, además, en su último sacrificio al ídolo voraz de la información, Pierre ni tan siquiera hablaba de la prima de riesgo. Y claro, eso no puede ser.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com