Las dictaduras del futuro se harán en nombre de nuestra salud y de nuestra seguridad 

En Occidente nos hemos convertido en una manada de borregos capaz de aceptar cualquier esclavitud con tal de prolongar la vida. La lógica de la libertad cristiana es otra: Cristo nos ha enseñado cómo salir del sepulcro.
No creo que el Viernes Santo sea el día de la muerte: es el día de la redención del género humano, en el que Dios muere por los hombres. Oiga, ¿y por qué hacer algo tan aparentemente absurdo? Nos bastaría su perdón, o quizás unas pequeñas heridas en la falange del dedo meñique del Dios-Hombre. Sucede que el amor es, al revés que el racionalismo, poco lógico aunque muy razonable, y el Hombre-Dios quiso sufrir para salvar al género humano, hasta que pudiéramos aclamar, con la liturgia: Feliz culpa, que mereció tal redentor.

Por tanto, no es el Viernes, sino el Sábado Santo, el día completo de Cristo en el sepulcro, la festividad propia para pensar en la muerte, es decir, en la esperanza. Chesterton decía que el Dios de los cristianos sabe cómo salir del sepulcro. Era el mismo pensador que amaba la vida tan intensamente que suyo es el siguiente aforismo: La primera forma de pensamiento es el agradecimiento.

Y es que es preciso distinguir entre el miedo a la muerte y el miedo a morir. Éste último tiene poco que ver con la esperanza. Los locos y los fanáticos son los únicos que no temen el momento de la aspiración, aunque sea temporal, de los seres queridos, al angustioso dolor físico y psíquico de la vida que se acabe y de un cuerpo que ya no da más de sí. Es lógico temer al tránsito. Lo que no resulta aceptable es el miedo a la muerte, el miedo metafísico a la nada y el miedo telúrico al más allá. Eso sólo rebela, no falta de fe, sino de esperanza, esto es, falta de confianza en Dios.

¿Estoy hablando de teología? No lo creo. Diría que se trata más bien de una cuestión antropológica, filosófica, política, sociológica e incluso periodística. Quien tiene miedo a la muerte que no a morir, ya hemos dicho que el miedo a morir es propio de sensatos- es un desesperado, y ninguna norma moral cabe en la desesperación, la bruma de irracionalidad que anula hasta al hombre más sensato. Quien teme a la muerte sólo tiene la esperanza de alargar su vida a cualquier precio y, en un mundo en que los médicos no nos han alargado la vida, sino la incómoda vejez, este miedo se convierte en vivero de autoritarismo, en semilla de esclavitud.

No exagero. Todas las tiranías del futuro se harán en nombre de nuestra salud y de nuestra seguridad, hasta llegar a  aquella realidad que ya nos anticipaba Clive Lewis hace 70 años, un paisaje donde verdugos de barba blanca, todos ellos médicos y psicólogos, advertían al reo: ¡Pero, querido amigo, si nosotros nos pretendemos juzgarle: sólo queremos curarle. No le juzgamos por conducir de forma temeraria, simplemente le prohibimos correr para que no le suceda nada. Y si no lo hace, tampoco le juzgaremos: sólo le condenaremos en forma de sanciones, incapacitación para conducir o, sencillamente, cárcel. Y así con todo: no le juzgamos por tener buen apetito, pero si usted engorda le sancionaremos y si usted permite que su hijo esté gordo le retiraremos la patria potestad, se lo secuestraremos. Insisto, aún cuando el resultado sea el mismo, el fin no justifica los medios. Libertad cristiana es lo que Juan Pablo II reprochó al dictador chileno Pinochet: Hay que dejar a la gente libertad para equivocarse.

¿La humanidad ya está preparada para este tipo de tiranía en nombre de nuestra salud y de nuestra seguridad? ¡Por supuesto que sí! En España, un ejemplo entre muchos, no tienen más que reparar en las campañas agobiantes de la Dirección General de Tráfico, dirigidas por un entrañable profeta, llamada Pere Navarro. Es un hombre que se desvive por los demás, siempre puedes distinguir a los demás, a todos los automovilistas españoles, por su expresión de acosados. Pero todos, también esos automovilistas, aplauden a don Pere. ¿Por qué? Porque sus incumplibles y agobiantes normas de tráfico, con la correspondiente porra de sanciones y multas, nos esclavizan por nuestro bien y reducen los accidentes de tráfico.

Occidente se ha convertido en un rebaño de borregos. Pueblo que  sería capaz de un nuevo genocidio judío por decir algo- si don Pere nos convenciera de que así viviremos más seguros, por no citar que, si se quieren evitar los accidentes de tráfico, hay otra forma que la de multar con entusiasmo: suprimir los automóviles o hacer fabricar coches que no corran a más de 50 por hora. La ecuación es perfecta, cuanto más reduzcas la libertad más aumentarás la seguridad.

Pero esa no es la esperanza cristiana de la que habla Benedicto XVI en el Coliseo. La esperanza de Cristo corre pareja a nuestra naturaleza de hombres libres, capaces de caer y levantarse, de equivocarse y corregir el rumbo, de comportarse como demonios pero también como ángeles. Es la lógica de la libertad y de la esperanza. ¿Por qué? Porque nuestro Dios nos enseñó a salir del sepulcro, por eso no le tememos a la muerte.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com