Sr. Director:

La virtud no es siempre el punto medio entre dos extremos. Entre comida y veneno –señalaba Ayn Rand – resulta la mortal comida envenenada. Entre el bien y el mal, hay quien apuesta por combinarlos. Es el caso del terrorismo: entre derrotar a ETA y rendirse a sus pretensiones, pretenden un arreglo. "Ni pa ti ni pa mí", como en un regateo callejero.

Querer aplicar la ley se tacha de extremista. Cárcel es palabra ruda. Pero encarcelar al que asesina – oficio de una facción del nacionalismo vasco durante cuarenta años – es la benevolencia del Estado de Derecho hacia quien merecería mayor castigo. La mayoría de los políticos sostuvieron durante años que el terrorismo no podía ser vencido. Eludían así su responsabilidad. Convirtieron el argumento en una profecía autocumplida: no se acabó con el terrorismo porque no se creía poder acabar con él.

Ellos mentían. El Gobierno de José María Aznar lo desveló. Su tardío mérito fue demostrar que la derrota de ETA no era solo deseable, sino posible. Bastaba identificar correctamente al terrorista y sus apoyos y perseguirlos en todos los campos. Y proclamar lo evidente: debe encarcelarse a asesinos, cómplices, financiadores y encubridores. Y a los que aprovechan el terror para dominar a la población. ¿Supondría encarcelar a miles de vascos? Otra mentira.

Son los políticos los que justifican su vergonzosa conducta achacando al ciudadano normal sus propios pecados. No es lo normal acudir en defensa de ETA cuando la indignación popular amenazaba con barrerla, como ordenó el siniestro Arzallus tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Ni concertar políticas o negociar con criminales, como hizo siempre el PNV y no para de hacer el PSOE desde que, cansado de maltratar a su señora, un dirigente socialista se atiborró de chiquitos con los batasunos. Son los políticos, no los ciudadanos, los que yerran y delinquen.

Deberán rendir cuentas por ello. Cumplir la ley, como todos los demás. En su tibieza estratégica, el Partido de Rajoy calla lo que debería pregonar: Zapatero barrió la estrategia que vencía al terror. Identificado el adversario, bastaban solo esfuerzo y principios: las dos cosas que detesta el inculto y sectario relativista que tomó las riendas. ¿Quién podría comandar el vil abandono de la única estrategia moral y eficaz contra el terrorismo? Conan Doyle pensaría en Moriarty. Un niño, quizá en Lord Voldemort. Nosotros, menos afortunados, tenemos a Rubalcaba.

Experto en arruinar la Educación, curtido en negar crímenes de Estado y camuflar sin rubor cada mañana el saqueo de cada tarde: la negociación parecía hasta fácil. Por un lado, una ETA dócil que hubiera vendido su sucia alma por tener a Zapatero de Presidente. Por otro, un Presidente sin escrúpulo en negociar desde el concepto de Nación hasta los mecanismos de defensa de la libertad individual. Mucho margen para el nefasto político cántabro. Si la historia es piadosa con Don Alfredo dejará en nombre de precioso pueblo el apellido de quien tan profundo daño ha sabido hacer a los españoles.

No es lo importante el consenso ni la unidad. Lo importante es perseguir el crimen sin excusas: acabar con los terroristas; encarcelar a quienes les ayudan; denunciar a quienes buscan negociar con ellos; expulsar a los jueces que persiguen o protegen según sople el viento; impedir que sus cómplices políticos y sociales accedan a cualquier institución, a cualquier empleo, a cualquier paz. Entre capturar delincuentes y rendirse a ellos no hay un virtuoso punto medio. La poca solidez moral que impera da cabida a la tibia estafa que los políticos profesionales nos colocan desde hace treinta años. Sobrarían muchos. Entre ellos, quien construyó su vida política con posibilismo amoral, quien jamás mintió porque ignora qué significa verdad. Quien hace dos días se ocupaba en disfrazar poco menos que de accidente el frío asesinato de servidores de la Ley. Cumplir la ley e ignorarla. Comida y veneno. Derrota o rendición. El punto medio se llama Rubalcaba.

Asis Tímermans

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