(Mc 10, 32-45 y Mt 22, 15-21)

En Jerusalén se hacían coplas con la invitación que el rico Bartimeo había formulado, para cenar en su casa, al prefecto de toda la Siria, general tribuno Marco Cornelio Agripa, representante de Roma para toda la provincia imperial que se extendía desde el Este del Mediterráneo. Un pagano iba a hollar con sus impuras plantas el hogar de una de las más rancias familias judías: ¡Qué escándalo! Y todo porque el tal Agripa había salvado a Bartimeo de morir en la cruz y a su madre, la viuda Isabel, de la cadena perpetua.

Y, por supuesto que sí, no había sido Bartimeo, sino aquella matrona Isabel quien, contra toda ley y costumbre, gobernaba la casa familiar como si fuera un varón e influía en Bartimeo, más temeroso de la Ley, es decir, más pendiente de mantener su posición social. Además, la sospecha de que Isabel se había adherido a la secta de los nazarenos tampoco acallaba las lenguas largas que, después de todo, no eran tan numerosas en Jerusalén, si consideramos que la norma general en la capital hebrea en aquellos tiempos era la de una lengua por vecino, no más. Una de las experiencias más desagradables de la condición angélica es precisamente esa: la de oír todas las voces, todo el tiempo. Algo que los humanos murmuradores considerarían una ventaja y que los espíritus consideramos la espina de nuestras vidas.  

Ningún sacerdote aceptó compartir mesa con un gentil, especialmente con aquel odiado prohombre gentil. Y eso que más de uno sentía curiosidad por conocer al invicto general romano que había sometido a tantos pueblos y al que el emperador había desterrado al otro extremo del Mare Nostrum, temeroso de que su popularidad entre la ciudadanía pudiera arrebatarle el trono.

Pero sí se habían congregado los notables hebreos. Allí estaban los principales letrados, una especie de progresistas de la época cuyo concepto favorito era el de moderación, en todo menos en el hablar y en el comer. Ellos no eran como los fariseos fanáticos, ¡noooooo! aunque alguno de éstos también estaban presentes en el hogar del anfitrión Bartimeo, aquella movida tarde-noche en Jerusalén.

Por supuesto, acudió un buen número de saduceos, letrados o iletrados, y si no acudieron sus primos materialistas, los herodianos, o lo que quedaba de ellos, es porque no habían sido invitados.

Era la Jerusalén que aún creía en el advenimiento de un líder que les liberara del yugo romano, sin saber que aquel líder ya había llegado y les había salvado del yugo del Maligno y de su propia miseria. Era, también, la Jerusalén ciega sobre la que se iba a cebar uno de los mayores castigos que una raza y un pueblo soportaran en toda la historia, allá por el año setenta de vuestra era.

Marco Cornelio Agripa llegó montado a caballo hasta la mansión, ubicada junto a la puerta de Benjamín, muy cerca de la Fortaleza Antonia. Descendió del caballo con ayuda de su segundo, Cayo Nubio, en mitad de una multitud de curiosos. Las consecuencias del flechazo que recibiera en aquel mismo lugar, y que a punto estuvo de terminar con su laureado historial militar, le habían debilitado en grado sumo.

Bartimeo, cohibido ante la multitud que le observaba, cometió la grosería de no adelantarse a recibir a su huésped. ¡Doble escándalo!, porque fue su madre Isabel quien puso en práctica la hospitalidad debida con el recién llegado: ¡Una mujer judía osaba comportarse como señora de su casa y daba la bienvenida a un pagano dominador! ¡Tan sólo de una nazarena, cristiana, como empezaban a conocerse, podía esperarse algo así! El galileo ejecutado se había empeñado en predicar la igualdad de todos los hombres, en cuanto hijos de un mismo Dios, y ahora hasta los pecadores se sentían con los mismos derechos que los virtuosos y hasta las mujeres se comportaban como dueñas de su casa. Bien estaba que lo fueran, pero no que lo demostraran.

Ningún sacerdote aceptó compartir mesa con el invasor pero eso no impidió que, a las puertas de la mansión de Bartimeo, se encontrara el sumo sacerdote Isaías, rodeado de su séquito, quizás para dar fe pública de la ignominiosa conducta de Bartimeo.

Al final, el espectáculo cesó cuando los criados se hicieron cago de las caballerías y se cerraron las puertas, guardadas por la escolta de legionarios que el huésped había traído consigo.

Las mesas habían sido dispuestas en el patio. Los comensales se recostaron, alrededor de Marco Cornelio y de su ayudante Cayo Nubio. Isabel volvió a su papel, a  hacerse cargo del servicio.

El general Agripa había tratado con todo tipo de enemigos. Por eso, enseguida puso los puntos sobre las íes. El pueblo hebreo había sido conquistado por Roma y debía someterse a las leyes del Imperio. No así a sus dioses, porque Roma respetaba todos los credos, aún los que resultaban tan singulares como el de los presentes, creyentes en un Dios invisible, con tal de que respetaran la autoridad del Emperador y de que pagaran el correspondiente tributo para sufragar la Administración del Estado. Debía quedar claro, y Marco Cornelio Agripa lo dejó claro mientras cenaba, que, con todos sus defectos, el Derecho Romano había civilizado un mundo salvaje, donde imperaba la ley de la fuerza. 

Se dirigía a ellos en latín popular, que casi todos los presentes entendían pero en el que les costaba expresarse. Su audiencia podía haberle respondido muchas cosas, pero todos se mordieron la lengua. De este modo, la conversación fue decayendo, es decir, empezó a tratar sobre los negocios de los allí presentes, un discurso siempre triste, porque el dinero no sólo es miedoso, sino, antes que nada, llorón. Vencido por el tedio, y aprovechando su rango, Marco Cornelio Agripa se incorporó, abandonó a la concurrencia y se dirigió a uno de los terrados de la casa, donde Isabel, tras haber dirigido el servicio, observaba el crepúsculo. Bartimeo y el resto de invitados, así como la servidumbre, observaba el general romano sin pronunciar palabra. Cayo Nubio decidió romper el silencio para animar a los presentes a hablarles de la situación en Judea, un asunto que le aburría mortalmente, pero estaba acostumbrado a cubrirle las espaldas a su superior.

Superior al que parecía importarle muy poco la reacción que había provocado. La serenidad de aquella mujer ante la sentencia de todo un tribunal romano, le había impresionado y quería hablar con ella:

-Dicen que pertenecéis a una secta condenada por los propios guardianes del Templo.

-Sí pertenezco a una secta: a los seguidores de Jesús de Nazaret.

-Pues andaos con cuidado. Vuestros sacerdotes aseguran que se trata de un peligroso impostor y me han pedido que acabe con ella. Sus desvelos por el orden romano –ironizó el nuevo gobernador- les ha llevado a pedirme que los reprima con mano de hierro. Aseguran que son un peligro para la seguridad del Imperio.

-Y lo somos.

-Estoy pensando: han atentado contra mí desde la terraza de una cristiana.

-¿Cómo sabéis que nos llaman así?

-Recordad que controlo toda la Siria, o al menos eso creo –aseguró el vetusto militar.

-Sí, así nos llaman. Y me parece lógico: Cristo es el Ungido de Dios. Y sí, somos peligrosos para la Seguridad del Estado, no porque animemos las revueltas políticas  contra Roma, sino porque no estamos dispuestos a deificar a vuestro Emperador. Cristo dijo: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios. Vamos, que estamos dispuestos a daros nuestro dinero, pero no nuestra alma.

-Entonces, mi obligación es deteneros por sedición.

Isabel no respondió. Sabía que estaba ante un hombre justo:

-No somos rebeldes violentos, dado que el Maestro nos enseñó a poner la otra mejilla cuando te abofetean en una.

-¡Absurdo! –protestó Cornelio Agripa-. El hombre noble no se ensaña con el débil pero sabe defenderse. Ese líder vuestro, el que os ordena poner la otra mejilla no podía ser sino un cobarde.

Isabel no se inmutó, aunque acostumbrada ya a dirigirse al Resucitado que no veía, le pidió perdón en silenció. Luego habló:

-Pues mirad qué valor posee un seguidor de Cristo, que, sin temer al agresor, mantiene el coraje infinito de no responder a la ofensa.

-Eso puedo entenderlo –respondió el tribuno tras una breve pausa-. Soy militar y he librado muchas batallas. He combatido cuerpo a cuerpo. El instinto natural te lleva a responder a la ofensa, haya sido dirigida ésta al cuerpo o al espíritu. No es valor, es sólo instinto, lo admito. Incluso se precisa más valor para reprimirse que para golpear, para soportar la humillación que para humillar. Además, sé por experiencia que el valor suele ser producto de la ira o de la propia desesperación y que la valentía en el campo de batalla no depende del coraje del soldado sino de su experiencia, de su hábito para matar.

Luego se quedo pensativo un segundo:

-Aunque me temo que si continúo diciendo estas cosas me voy a quedar sin trabajo.

-Os puedo ocurrir algo aún más grave. Tened cuidado general: por ese camino podríais caer en las redes de los pérfidos cristianos. Habláis como uno de nosotros.

-Luego es cierto: ¿Sois cristianos? ¿Así es como os gusta llamaros?

-Sí, así empiezan a llamarnos y no nos disgusta.

-Pero con la renuncia a la violencia, aunque sea muy loable para vos, y hasta para mí, que estoy harto de guerrear, no se consigue cambiar nada. El poder está obligado a imponer sus normas o no es poder. Y es posible que esa imposición engendre violencia. Si no, sería el caos.

-Bueno, los cristianos queremos cambiar el mundo. Pretendemos hacer de él una civilización del amor. Nuestra única norma consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.

-¿El prójimo son los demás?

-Eso es.

-¿Y qué es el amor? Nuestros poetas dicen que se puede amar a una mujer, pero también eso, aunque resulta hermoso, es instinto.

-El amor es donación de uno mismo, primero a Dios, luego a los demás.

-No sé quién ese Dios de quien habláis. En Roma tenemos muchos dioses.

-No –corrigió Isabel con voz firme-. Sólo hay un Dios, el Creador de todas las cosas. En Roma, no os enfadéis tribuno, sólo tenéis ídolos creados por el hombre. Yo me refiero al Dios que ha creado al hombre. 

-Sí, los griegos inventaron a los dioses, pero también inventaron la lógica. Y muchos de ellos llegaron a la lógica conclusión de que sólo puede haber un único Dios. Pero supongo que debe tener otras cosas de la que ocuparse que de la miserable criatura creada. Los romanos honramos a ese dios en muchas formas, precisamente porque le tememos.

-En eso nos diferenciamos. Nosotros sabemos que ese Dios vive pendiente de la palabra del hombre. Su amor por sus creaturas le ha llevado a tomar forma humana y a dejarse matar en la cruz por todos nosotros. Esa es la lógica del amor: dar la vida por los demás en lugar de arrebatársela.

-Un Dios que se anonada, que se hace hombre y se deja matar: ¡¿Para qué?!

-Para salvar al hombre de sus pecados y elevarle a la categoría de hijo suyo.

-¡Qué difícil de aceptar es eso! Ojalá fuera cierto –reflexionó en voz alta-: ¡Un Dios pendiente del hombre! Y lo que es peor: ¡un Dios padre! No, no puedo aceptarlo. Pedís demasiado, Isabel. ¿Y lo de amar a mi prójimo? No sé si lo merece pero, en cualquier caso, ¿qué ocurre si el prójimo se niega a ser amado?

Isabel contemplaba al gobernador con una serenidad que excluía cualquier interés, personal, comercial o sexual. Y era aquello lo que más atraía al viejo soldado.

-Juan me contó una anécdota.

-¿Juan?

-Uno de los seguidores del Maestro. Así llamamos a Jesús, el Dios hecho hombre.

-¿Luego Él era tu dios?

-Es mi Dios, sí, Dios encarnado… Juan era uno de los más próximos al Maestro, un pescador de Galilea. Fue antes que Herodes Agripa ordenara ejecutar a su hermano Santiago.

-Otro Herodes mezquino –interrumpió Cornelio.

-Como tantos, Juan se marchó  Jerusalén y reside ahora en Éfeso.

-Bonito puerto. Desde allí partí con mis naves en mi única batalla naval, contra los piratas. Y os aseguro que aquéllos miserables no sabían nada de amor.

-Era cuando Él aún estaba entre nosotros. Los dos hermanos, de los más fieles al Señor Jesús, Santiago y Juan, se arrodillaron ante el Maestro y le pidieron sentarse uno a la derecha y otro a la izquierda en su Reino.  

-¿Acaso tu Dios no fue crucificado acusado de sedición, precisamente por proclamarse Rey?

-¿Esas son las actas del Derecho Romano? –ironizó la mujer-. Entonces, Marco Cornelio Agripa, aún debo agradecerte más tu clemencia conmigo y con mi hijo.

Prosiguió:

-Por aquel entonces, Santiago y Juan confundían la naturaleza del Reino de Cristo, que no hace la competencia a Roma.

-Bueno -apuró el impaciente militar-. ¿Y qué les respondió?

-Les respondió con aquella ironía dulce con la que trataba a sus próximos. ¿Sabéis qué es lo que nunca comprendéis los poderosos del mundo? Que Dios juega con los hombres… Primero les preguntó: "¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?". Los dos hermanos se apresuraron a recoger el guante y respondieron que sí.

-Yo premiaría esa actitud en mis hombres.

-No lo dudo, pero la retranca del Maestro continuó: "El cáliz que yo he de beber lo beberéis pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía concederlo, sino que es para quien está dispuesto".

-Ese es el lenguaje del poder, Isabel: nunca prometas nada.

-Es que la conversación no terminó ahí. Naturalmente, todos los discípulos se enfadaron con los dos hermanos por el privilegio que habían reclamado. Pero el Maestro reaccionó y puso orden en aquellas cabezas confusas. Sus palabras fueron terminantes: "Sabéis que los que figuran como jefes de los pueblos los oprimen y los poderosos los avasallan. No ha de ser así entre vosotros. Por el contrario, quien quiera llegar a ser grande sea vuestro servidor y quien entre vosotros quiera ser el primero sea esclavo de todos, porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en redención por muchos".

-¡Menudo desastre de jerarquía.

La mujer se volvió hacia el viejo militar:

-¿Estáis seguro? ¿Sobre cuántos legionarios tenéis mando?

-Ahora mismo no los suficientes para contener una doctrina tan peligrosa como la que me explicáis y a un pueblo tan rebelde como el vuestro.

Isabel hizo caso omiso del sarcasmo.

-Sólo los reyes que sirven a su pueblo y no se sirven de él consiguen gobernar en paz. Servir a Roma, ¿acaso no habéis dedicado a eso toda vuestra vida, Gobernador? ¿Qué es Roma, o cualquier otro pueblo, más o menos civilizado, sino una turbamulta de desharrapados mezclados con ricos y poderosos egoístas, sólo pendientes de controlar a esa chusma? 

Ante el asombro de los comensales, que no podían oír las palabras de Isabel, Cornelio Agripa estalló en una carcajada que rompió el crepúsculo de Jerusalén. Cuando recuperó el uso de la palabra, exclamó:

-Una descripción perfecta que podría valeros una segunda condena por sedición e injurias al Emperador… Pero sí, tenéis razón: yo daría mi vida por esa turbamulta. Sí, sirvo al orden romano, a esa chusma, aunque sean unos desharrapados insoportables.

Luego exclamó:

-Y lo mismo puedo decir de mis soldados. También a ellos les sirvo. No quiero pareceros presuntuoso, Isabel, pero os aseguro que no soy de los jefes que dirigen el combate desde retaguardia. A lo mejor vuestro Maestro tenía razón. Pero sigo sin entender cómo se puede mantener el orden sin violencia, por mucho espíritu de servicio que se tenga.

-Pues de la misma forma en que lo hizo Él.

-¿Quién?

-Aquél del quien os estoy hablando, el Cristo, el Dios hecho hombre.

-Entonces, ¿quedamos en que el Nazareno era un dios?

-No, no era un dios, es el único Dios. Todopoderoso, sí. Tanto que creó el mundo y a los hombres de la nada. Y lo que es más importante: nos creó hombres libres. Al parecer, no le basta con ser amado por animales, plantas y rocas sino por hombres, que bien pueden odiarle si así lo desean.

-Y entonces…

-Entonces, la única manera de responder a la violencia es morir en lugar de matar y la única forma de mandar es servir. Contra violencia, holocausto, contra rebeldía, aceptación.

-Ese es un duro, casi imposible, estilo de vida.

-El propio de quien ha dicho que el que quiera ser el más grande sea el servidor de todos. O sirves a los demás o te conviertes en una criatura solitaria, triste y errante. Nosotros, los cristianos, servimos a Dios y, siguiendo su mandato, a los demás. Vos, a Roma. No es lo mismo pero se hace por idéntica razón: se hace por alguien y por algo que no soy yo y que está por encima de mí.

El tribuno no respondió pero sus neuronas trabajaban a gran velocidad, su corazón, algo más deprisa.

-Pero Él murió en una cruz. En Roma, ese es el castigo para los delincuentes más despreciables, mientras a los ganadores les recibimos bajo un arco de triunfo.

-Sí, murió en una cruz. Vosotros, los romanos, le ejecutasteis. Pero no hacíais otra cosa que cumplir sus propios planes de redención de todos los hombres.

El tribuno no quería hablar de política. Le interesaba mucho más la doctrina que le explicaba aquella judía, lo que hoy, vosotros, la gente del tercer milenio, llamaríais una ama de casa. Nadie le había hablado así jamás. Aquella mujer era mucho más que un rostro sereno cuya hermosura radicaba en su expresión, no en sus facciones: le estaba explicando una modo de vida, una filosofía, una cosmovisión a él, el personaje que había recorrido todo el orbe conocido hasta entonces y saboreado todo tipo de culturas y de inculturas, que le habían dejado insatisfecho o que sólo le habían producido hastío y sarcasmos. Aquella paradoja vital de la judía Isabel empezaba a cobrar sentido. Sonaba extraña pero no esotérica. Tenía la sensación de que alguien le mostraba la casa por cuya fachada había pasado cientos de veces pero a la que nadie le había invitado a entrar, la casa común del género humano:

-Entonces, ¿para vivir hay que morir?

-Acabáis de repetir una de las enseñanzas favoritas del Maestro.

-… y para sentirse servido hay que servir.

-La vida es ya de por sí un gran premio, tribuno, y aún nos prometen otros mayores, si dejamos de preocuparnos por lo que los demás pueden hacer por nosotros y nos dedicamos a hacer algo por los demás

-¿Sabéis lo que estáis diciendo, Isabel? En Roma se valoran las virtudes castrenses: disciplina, honor, coraje.

-Los cristianos también las valoramos. Pero la cuestión está en el porqué de esas virtudes. Por qué la disciplina, por qué el honor por qué el coraje.

-Así debe ser –respondió el militar muy consciente de no haber dicho nada.

-Decidme, ¿no se necesita más coraje para morir por los tuyos que para matar por ellos? ¿No se necesita más disciplina para servir a quien Roma considera inferior que para servirte de él? Creo, gobernador de Siria, que vuestro Imperio tendrá que enfrentarse algún día a esta nueva civilización. Nosotros la llamamos la civilización del amor.

-He matado a muchos hombres cuerpo a cuerpo; en muchos casos, ellos han podido matarme a mí, pero amar al enemigo, servir al servidor, preferir morir a sobrevivir… no sé si me atrevo a tanto. No soy tan valiente, Isabel y dudo que alguien pueda serlo.

-Yo tampoco me atrevo, pero confío en que Él me otorgue el coraje necesario.

Dicho esto, Marco Cornelio Agripa, gobernador de Jerusalén, Tribuno de la toda la Siria, inclinó la cabeza y acompañado de su séquito abandonó la Casa. Apenas se despidió de su anfitrión y no hizo el menor caso de los comensales presentes.

Su segundo, Cayo Nubio, diría más tarde:

-Jamás le vi tan silencioso.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com