Sr. Director:
A veces, sin saber porqué, aparecen en tu mente hechos y situaciones tan antiguas, que te ocurrieron hace tanto tiempo ya, que ni tú mismo comprendes cómo es posible que las recuerdes.

Es algo así como si se estableciera un puente entre la actualidad y determinados momentos de la infancia, dejando, entre ambos, el vacío. Y la impresión, de salto atrás, que te producen esos recuerdos, no te la quita nadie. A partir del momento que recuerdas aquel hecho o situación, es obligado entretenerte en tirar del hilo, e intentar recordar lo que vino a continuación. Y entonces, con la experiencia que ya tienes acumulada, surge de inmediato la comparación entre lo que, ahora, piensas que pudo haber sido y no fue. Es un ejercicio inútil porque realmente no puedes cambiar lo vivido, ni ser distinto a como eres, pero si puedes encontrar cierta satisfacción, tanto por comprender porque se produjeron aquellos hechos o situaciones, como por explicarte lo que sucedió y lo que sucede.

         Sería a principios de los años cincuenta, y yo debería ser muy pequeño. Había en mi casa una gran galería, ancha y con techos altos, con un gran ventanal de madera y cristal que la abarcaba toda, y que daba al patio de abajo y al río. Por sus características y orientación, hacía allí mucho frío en invierno y, en verano, mucho calor, salvo cuando abríamos los ventanales y soplaba la brisa. Pero, a pesar de ello, la utilizábamos como sala de estar, con la mesa camilla en el centro, y el correspondiente brasero, la copa, permanentemente encendido, debajo, y seis u ocho sillas típicas valencianas, de madera negra grabada y asiento de cuerdas trenzadas, a su alrededor.

Allí me sentaba yo por la tarde, supongo que para hacer los deberes, y allí recibía mi madre a las mujeres, generalmente vestidas de negro, que a cambio de algún servicio, como el llevar recados a alguien, ir a comprarle cualquier cosa, ayudarle en algún zurcido, enterarle de las últimos rumores y cotilleos del pueblo, o, incluso, rascarme a mi los sabañones, etc., esperaban que les diera lo suficiente para cenar esa noche, generalmente embutido, un trozo de carne o algunos huevos. En ese ambiente, no se porqué, recuerdo que, un día, interrumpiendo la conversación, dije: Cuando sea mayor, me llamarán D. Joaquín, y llevaré bigote y bastón. 

Dejaré para otro día el contarles que ocurrió con lo de D. Joaquín, y lo que pasó con el bastón. Les hablaré del bigote. No lo llevo, ni lo he llevado nunca. No me gusta nada. Sin embargo entiendo, ahora, el porqué de aquel deseo de niño. Del mismo modo que hoy existen modas, y hay gente que se pone tatuajes, se peina de determinada manera, habla a gritos y copia los gestos y nombre de ciertos personajes públicos o televisivos, algunos no demasiado ejemplares, e incluso impresentables, también entonces había modas y era el mundo político quien la marcaba. Y así, a finales de los 40 y principios de los años 50, estaba de moda tanto el llevar bigotes recortados, como el que los niños recibieran el nombre de Francisco o de José Antonio. En mi casa, salvo mi abuelo materno que, desde mucho antes de la Guerra, por lo que no tenía nada que ver con esa moda, llevaba un gran bigote con puntas enroscadas, que se retocaba todos los días con unas tenacillas calientes, salvo el, digo, nadie llevó nunca bigote, ni ningún niño se llamó así. Incluso hubo una prohibición expresa, por parte de mi abuelo paterno, a llamar José Antonio, a un niño nacido en aquella década. Pero, sin embargo, esa moda se impuso en muchos ambientes. De ese modo se quería homenajear tanto al Jefe de Estado del momento, que se llamaba Francisco y llevaba bigote, y a quien se pretendía que fuera venerado como principal ideólogo del Régimen, aunque en realidad nunca lo fue, y que se llamaba José Antonio.

Y a este respecto, es curioso como algunos personajes públicos de hoy, tanto de derechas como de izquierdas, nacidos en aquellos años y que se llamaron así, se esfuerzan en eliminar el Antonio, intentando ser conocidos solo por el José. Sin embargo hay otros, también cargos públicos, que lucen orgullosamente sus bigotes, más o menos recortados, y que no te equivocas cuando, sin conocerles ni haber hablado nunca con ellos, adivinas sin esfuerzo cual es la ideología que defienden. Pero, a pesar de todas estas historias, si no llevo bigote es, simplemente, porque, estéticamente, no me gusta.

Y, dado que es actualidad, diré que tampoco me gusta el saludo levantando el brazo, de moda en aquel tiempo. Es mas, a mi padre, un día, la Guardia Civil le recrimino porque yo, un niño entonces, no había levantado el brazo en un acto por los caídos en la plaza de la Iglesia. Ahora, sin embargo, parece que quieren volver a poner de moda lo de levantar el brazo. Unos el derecho con la mano extendida, y los otros, el izquierdo con el puño cerrado. Ambos gestos que, digan lo que digan, si son comparables, quedan, como mínimo, antiguos. Por mucha Educación para la Ciudadanía que se de (que por cierto, me recuerda a aquello de Formación del Espíritu Nacional), y por mucho que el Ministro de Educación se esfuerce en decir que hay que educar en valores, poco mejorará nuestra juventud mientras se permita decir y hacer a ciertos personajes públicos. Y a este respecto, el Partido del Gobierno, y su Presidente, deberían reflexionar seriamente sobre qué valores quieren transmitir, y destituir fulminantemente a una ministra y a una Secretaria, nº 3, del Partido, y lamento que ambas sean mujeres, cuyo mayor mérito no puede ser otro que aquello de Mi padre tiene un amigo..., que confunden progresismo con vestir y hablar mal, y que son dos grifos abiertos por donde se pierden chorros de votos directamente al desagüe.

Como ven, unos recuerdos me llevan a otros y no puedo desligarlos de la actualidad. El tiempo pasa y la libertad se recupera, pero ser libres no significa que todo vale. Al menos para mí.

Vicente Benedito Frances

vbenedito@gruposyv.com