Será necesario preparar un homenaje al profesor José Ángel Agejas y a la editorial Voz de Papel, de la Universidad Francisco de Vitoria. Agejas nos obsequió hace dos años con un libro recuperado, una pequeña joya dramática, Barioná, el hijo del trueno, donde Jean-Paul Sartre, de profesión sus melancolías, nos regalaba un sorprendente y asombroso relato navideño, clarividente como el cristal, duro como el pedernal, profundo como un torrente, una de esos compendios de lógica, a mitad de camino entre el suicidio y la esperanza, que servidor haya podido leer nunca. Uno de esos artículos que viene a demostrar que nadie más pendiente de Dios que el ateo.

Ahora, Agejas nos sorprende con otra maravilla: El existencialista hastiado, hastiado de existencialismo, se entiende, una obra sobre Albert Camus y las conversaciones entre el pensador y escritor francés (todo pensador escribe, pero no todo escritor piensa) y un Howard Mumma, un pastor protestante norteamericano que residió en París durante una larga temporada, durante la ya avanzada posguerra europea.

Los existencialistas eran gente triste. No creían en Dios, pero tampoco en el hombre, así que dejaron de considerar las esencias y se atuvieron a lo único que les quedaba: su existencia. Como eran unos tipos coherentes no les dio, como a los genetistas de hoy, por criticar el esencialismo, es decir, la búsqueda de las esencias. Simplemente, se atuvieron a lo que tenían sin preocuparse de denigrar al contrario. No es de extrañar, por tanto, que dieran en el sinsentido y que su concepto favorito fuera el absurdo : la vida es un absurdo y el suicido una de las escapatorias más chic de todas. Precisamente, el motivo de la discordia entre Sartre y Camus. El primero dictaminó que la vida no tenía sentido; el segundo también lo sospechaba, pero no se resignaba. La diferencia entre Sartre y Camus es que el filósofo se cansó de buscar y el escritor no se resignó a la tristeza. Tenían que acabar a tortas, naturalmente.

El buen escritor Arturo Pérez Reverte (recuerden la sentencia anterior sobre los pensadores que escriben y los escritores que piensan) acaba de aparecer en televisión para explicarnos, como ese otro gran filósofo, Rodríguez Zapatero, que los evangelios están equivocados: No hay que poner la otra mejilla ante el tirano ha advertido con ese gracejo que le caracteriza- sino que hay que partirle la crisma. Digo esto porque Jean-Paul le dijo a Albert que una justicia que no justifica la rebelión armada es deudora de una moral anclada en lo religioso lo que, se lo advierto, según Sartre no resultaba muy positivo.

Sin embargo, de lo que Camus confiesa al pastor Mumma se deduce que el escritor francés seguía preguntándose por qué razón, si existe un Dios, los inocentes continúan sufriendo. Aquí nuestro buen pastor se lía la manta la cabeza, y toda su erudición bíblica, muy superior a la mía, no acaba de dar con algo tan simple como esto : Existe dolor en el mundo porque el hombre es libre. El hombre sufre y provoca sufrimiento, todo a un tiempo, porque es libre. Y la única forma de liberar a un hombre libre, era con el dolor del dador de esa libertad. La historia de la redención es la historia de un Dios que sólo pude devolver al hombre la libertad perdida la verdad que hace libres- a costa de elegir libremente el dolor. Dios exige poner la otra mejilla porque antes la puso él, y para ponerla se necesita mucho más valor que para romperle la crisma al tirano.

Al parecer, los existencialistas se preguntaban el porqué del dolor del hombre. Para mí la respuesta está muy clara: el hombre sufre porque es libre. Más difícil me parece el porqué al segundo sufrimiento, al de Dios: que sufra la criatura pase, pero no se entiende por qué ha de sufrir el Creador. Al final, la única conclusión es que la respuesta a ambas cuestiones es la misma: Dios sufre porque sufre el hombre. Un Dios que busca despertar la misericordia del hombre aturdido. Comprobación empírica: ¿Qué tanto por ciento de conversos, bautizados o no, lo han sido tras contemplar la Pasión de Cristo? Propongo una hipótesis: el 100 por 100.

Y así se explica también el tercer porqué, el de Camus, el porqué del dolor de los inocentes. ¿Cabe mayor inocencia ni mayor dolor que el de Cristo en la Cruz?

Pero todo esto no es resulta tan relevante, ni mucho menos, como el punto de partida de los existencialistas: en el mundo hay dolor, ciertamente, resulta lacerante que sufran los inocentes, o al menos aquellos a los que consideramos inocentes. Ahora bien, ¿es el dolor la principal característica de la existencia? ¡Anda ya, agonías! Lo peor del existencialismo, que ha marcado a la generación del Mayo Francés, la progresía que hoy está en el poder quienes, naturalmente, no le llegan a la altura de los talones a sus maestros Sartre y Camus- no son sus conclusiones, sino sus premisas. Parten de la idea de un mundo horrible, cuando la vida es, ante todo, formidable, maravillosa, estupenda, un cuadro de luz, donde, ciertamente, existen sombras, pero ni lo suficientemente fuertes ni lo suficientemente tenebrosas. Están ahí para ofrecernos el necesario contrate. Pero, en términos generales, la vida es una verdadera gozada, El punto más negro que afea la existencia son los agonías, por ejemplo los existencialistas. Tan grande era su error que ni tan siquiera el absurdo figura en su herencia: tan sólo la melancolía que necesariamente le acompaña. Sartre y Camus, más el primero que segundo, son los representantes genuinos del pensamiento actual. Su punto débil no es su empeño en buscarle significado a un mundo absurdo y a la falta de sentido de la vida. Lo malo es que el Universo no es absurdo y la vida, a fuer de hermosa, tiene todo el sentido del mundo. Insisto : no les fallaba la conclusión, les fallaba la premisa.

El existencialismo no es mala filosofía, es algo peor, infinitamente peor: es triste. Y por triste, es falso. Si quieren comprobarlo, lean esos dos rescates del profesor Agejas: el Barioná de Sartre y El existencialista hastiado, las charlas con Camus de un despistado clérigo norteamericano.

Eulogio López