Carlos Soria era decano de Periodismo en la Universidad de Navarra cuando uno velaba armas para un futuro que, sinceramente, ya no es lo que era. Durante un año, en la asignatura de Derecho a la Información, aguanté a pie firme su disección del artículo 20 de la Constitución española (libertad de expresión). Créanme: un año, un curso académico, todo entero, dando vueltas a un artículo de cinco puntos y 214 palabras. Ahora bien, he de reconocer que, desde entonces, desde que me aprobó, me he sentido muy confortado, quizás porque nunca jamás he vuelto a poner los ojos sobre tan preciado mini texto legal. Es más, superado aquel duro trauma juvenil, jamás he invocado el vigésimo artículo como justificación de cosa alguna, más que nada porque me sentiría un hipócrita: desde el curso 'soriano' le tengo una ojeriza horrible al articulito. Eso sí, después de superar aquella experiencia, me atrevo con cualquier cosa.

Les cuento todo esto para que comprendan que don Carlos Soria es un jurista de prestigio, riguroso y concienzudo, capaz de hablar durante un año alrededor de 214 palabras, contando artículos, conjunciones y preposiciones. Uno de esos tipos que nunca echa las patas por alto, poco amigo de chanzas, cuya ecuanimidad es reconocida por todos sus próximos.

Por eso, me ha sorprendido y asombrado sus palabras del jueves 25, en el acto de presentación de un libro de Víctor Olmos, titulado "Un día en la vida de El Mundo" (aviso: se trata de un día en la vida del periódico, en ningún caso se hace referencia al planeta Tierra, a la humanidad, u otras tontunas de ese jaez).

Allá, en la mesa presidencial, estaba ubicado don Carlos, hombre que, con su curso profundo sobre los 214 vocablos del artículo 20, forjó a personajes tan enteros como Pedro J. Ramírez, sentado justo a su izquierda (en sentido geográfico, no político). Y es que don Carlos se despachó con el siguiente piropo hacia el diario El Mundo, quien, durante sus 15 años de existencia, ha sido "el perro guardián de la praxis y la ética periodística y ha navegado por las aguas mareadas de periodismo de denuncia con una valentía casi temeraria".

Espero que la cita no contenga erratas, porque, qué quieren que les diga, sobre lo de "aguas mareadas" no tengo nada que glosar, salvo algún "flashback" hacia mis escasos conocimientos filosóficos, como aquéllo de los efectos que producían causas, pero no me hagan mucho caso.

Tampoco se me ocurre nada sobre los perros guardianes de la praxis periodística, porque supongo que la tal praxis no necesita perro alguno que le guarde la viña. Sin embargo, lo de la ética sí que se me alcanza. Es más, si don Carlos hubiese proferido afirmaciones como ésta, yo no me habría dormido en ninguna de sus CM (clases magistrales), ni hubiese hecho pellas en "Faustino", insigne bar de la facultad. Es más, hubiese dado un respingo en el pupitre. Ahora resulta que El Mundo es el perro guardián de la ética profesional. Doctrina nueva, ésta, donde se confunde el chantaje con la ética, y sin pasar por el artículo 20 de la Constitución española, que, como creo haber dicho antes, es un artículo formidable. No es que Pedro José solicite dinero a cambio de su periodismos de investigación. No, él no pide dinero, él pide poder. Su mayor ilusión sería que ese poder se concretara en que, pongamos cada dos meses, a costa de una profunda investigación periodística, pudiera cesar a un ministro o a un gran empresario.

Por cierto, don Carlos, ¿sabe usted en qué consiste la praxis del periodismo de investigación? Pues en atender a todo empleado despedido (o mujer despechada), que llega a la redacción con una gran exclusiva. Posiblemente, no se puede evitar, pero el periodismo de denuncia se ha convertido en el mejor vehículo para las venganzas privadas... a costa de hacer públicas las miserias ajenas.

Temerario, sí, ciertamente, porque Pedro J. es uno de esos hombres (como Mario Conde) dotados de una virtud en grado máximo: la audacia. El problema de este tipo de personajes es cuando surge la incómoda sospecha de que una virtud tan vivida, tan extensa, tan intensa, tan omnipresente... no deja espacio para ninguna otra.

Si el niño es el padre del hombre, la verdad es que todo adulto es esclavo de sus elogios, mucho más que de sus diatribas. Y esto, créanme, no lo cita el artículo 20. Por cierto, un gran artículo.

                                                                                                    

                                        Eulogio López