Se ha pasado dos pueblos el comisario de Energía de la Unión Europea, Günther Oettinger. El hombre de la Energía en Europa, de filiación democristiana y en sede parlamentaria, como dicen los horteras, en la Cámara paneuropea, dijo que lo de Fukushima, la central nuclear más famosa del mundo, era apocalíptico e insistió, por si no lo habían cogido, en que la palabra estaba bien empleada, es decir, que para el señor Oettinger estamos ante una muestra del fin del mundo, concepto equívoco y puñetero sólo apto para santos, sabios y neuróticos, aunque estos últimos superan en número a los dos primeros grupos.

Lo curioso es que, en esta ocasión, la mera mención de la palabra apocalipsis no ha provocado la correspondiente sonrisa indolente entre sus continentales señorías, siempre dispuestas a presumir de agnosticismo, o sea, de ignorancia. Se lo han tomado muy en serio y todos los agoreros, también.

Y es que el pánico se ha impuesto en toda la humanidad tras el seísmo nipón. Y tampoco hubiera tenido el efecto logrado si no fuera por la convicción, apenas dicha en voz alta de que vivimos un fin de ciclo, aunque no sepamos de qué fin se trata.

A esto colabora mi teoría de los gases, esto es: el hombre es un ser moral y la inmoralidad que reina en el mundo actual -lo que los cristianos llamamos pecado- ha alcanzado tal concentración de gas en la atmósfera que amenaza con estallar. Ríanse ustedes del efecto invernadero: no hay gas más letal que la corrupción. Y cuando se concentra acaba por estallar. En titulares: nadie sabe lo que va a pasar pero todo el mundo presiente que va a pasar algo, y muy gordo.

Dicho esto, los alemanes, y el señor comisario es alemán, se han metido en un charco ellos solitos -y es charco con alambrada- al condenar a la energía nuclear, que no deja de ser uno de los mayores logros científicos de la humanidad, que, como todo, tiene sus riegos. Y es que porque la vida no es más que eso: riesgo. La vida es estupenda, formidable, pero conlleva riesgos, como todo lo formidable, incluido el riesgo de no poder respirar al momento siguiente. En suma, ocurre que  el hombre actual está muerto de miedo, el pánico le paraliza y le incapacita para pensar. Y las prevenciones, las prevenciones alemanas, no hacen sino aumentar el miedo y confundirlo todo, hasta el fin del mundo, que por supuesto llegará. Lo dice la Iglesia, la única que ha logrado proporcionar una explicación coherente sobre el inicio del mundo, la misma que ha prometido un final, aunque no lo ha fechado. Paralizar la energía nuclear no paralizaría el potencial riesgo nuclear, que se conjuraría mejor si los gobiernos decidieran prescindir del armamento nuclear, una central nuclear no es una bomba, pero en el actual estado de cosa se interpreta exactamente así, porque el miedo es irracional y caprichoso.

Lo que debería provocar miedo no son las obras de los hombres, por ejemplo, la energía nuclear, sino las obras de Dios, los tsunami, ante los que la ciencia humana se revela imposible, y contra la naturaleza sólo podemos defendernos invocando a su Creador, el único capaz de dominarla. A Oettinger le faltó eso: pedir confianza en Dios. Pero no quedaría bien que un político hablara de Dios, eso sería... políticamente incorrecto, así que ha decidido referirse directamente al apocalipsis... que es un libro del canon.

Ninguna prevención humana, ninguna media de seguridad sirve ante el pánico al átomo, sólo la seguridad que proporcionan la confianza en Cristo y en sus mandatos, especialmente el de la solidaridad, o sea la caridad, con el que sufre, en el presente caso, con los japoneses. O sea, el viejo refrán español: a Dios rogando y con el mazo dando. Porque abandonarse en manos de Dios no significa abandonar las tareas de los hombres.

Juan Pablo II comenzó su pontificado en 1978 con esas palabras: No tengáis miedo. Hablaba de confianza en la misericordia de Dios. Hablaba de Fukushima.

Eulogio López

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