Universidad Autónoma de Madrid. Solemne acto de investidura honoris causa de D Santiago Carrillo. Muy animado todo (si quieren un relato de una chica que protestaba por el galardón, lean esta carta al director. Ya dentro de la sala, señores de más edad, familiares de los muertos más bien asesinados- en Paracuellos le increpaban calificándole de asesino y genocida (sigo sin entender lo de genocida, pero en fin). Es entonces cuando el ex rector de la Autónoma, Raúl Villar, se acerca a una señora vociferante y le pide que se calle con un argumento contundente. Este es el templo de la inteligencia. Sinceramente, no sé si prefiero a un fascista o a un pedante. Por de pronto, no me quedo con ninguno de los dos.

Tras la bronca, donde en efecto había elementos ultraderechistas, con bandera preconstitucional alguno levantando la mano con el saludo fascista, pero donde había otras protestas de signo bien distinto, el homenajeado concluía: No entiendo cómo los muchachos pueden hacer suyos los odios de hace 60 años.

Tiene usted razón, D. Santiago, 60 año de resentimiento son muchos años, aunque el rencor es la peor de las pasiones humanas y se resiste a morir. Pero le diré por qué es posible que pervivan tales odios: porque usted jamás pidió perdón. Mire que lo ha tenido fácil, desde que regresó a España hace 30 años. Todo el proceso de transición democrática, sin duda ejemplar por tantos aspectos, se basaba en algo tan sencillo como la reconciliación. Y hasta hubiera podido aprovechar la ocasión para arrepentirse de sus responsabilidades en Paracuellos, una matanza entre otras muchas que se dieron durante la guerra fraticida. Hubiera podido decir que usted ejecutó o consintió aquellos fusilamientos sin juicio por una mera cuestión de odio de clase -los asesinados en Paracuellos eran, principalmente, militares, gente de derechas y católicos- pero que los del otro bando, fueran falangistas o militares, también hicieron barbaridades.

Sólo que no lo hizo. Por eso esos odios D. Santiago, permanecen. Y saltan, cuando al responsable, parcial, pero responsable, por acción u omisión, de aquellas matanzas le cubren de honores o le brindan homenajes (como aquel en el que el sectario Peces Barba habló de los buenos y los malos). Es lógico que el hijo o el nieto de un asesinado en Paracuellos le apostrofe. Para eso no hace falta ser un ultra. Pero nada hubiera pasado, si usted, D. Santiago, hubiera pedido perdón. Lo que ocurre es que no lo ha hecho, y su orgullo y contumacia irritan a los familiares de las víctimas: ¿qué esperaba?

De hecho, todo el problema del mundo actual tiene por culpable a Sigmund Freud, que decretó el final del sentimiento de culpa, o mejor la explicación aséptica -por tanto, nunca dolosa- del arrepentimiento. Usted, señor Carrillo, capaz de evolucionar desde el comunismo sangriento a la democracia respetuosa, pero sin arrepentirse de nada, se comporta como un freudiano, incapaz de reconocer su culpa. Usted, como dicen algunos arciprestes del templo de la inteligencia, no se arrepiente de nada. Y claro, sin arrepentimiento ni puede haber perdón ni puede haber cambio, progreso, mejora. Pablo VI respondía así al psiquiatra de la mente sucia: El pecado del siglo XX es la pérdida del sentido del pecado.

Y esa pérdida del sentido de culpa no es sólo un problema moral o religioso, es el problema social y político más importante de todos. Obsérvese como los que intentan pasar por tolerantes son los únicos que jamás piden perdón, mientras los dogmáticos acostumbraban a hacerlo. Pues bien, la humillación de la víctima y de sus seres queridos, los odios de los que habla Carrillo sólo se restañan cuando el agraviante pide disculpas.

Juan Pablo II llegó a convertir esta verdad palmaria en toda una teoría individual social, que resumía así. No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón. La primera parte de la proposición es demasiado clara y apenas necesita glosa. El que roba comida porque se está muriendo de hambre no peca, dicen los tratados de moral. La violencia no es muchas veces sino una respuesta a la injusticia. Por tanto, si quieres la paz da a cada uno lo suyo. Pero la segunda parte sí que necesita una aclaración: y es que en efecto la justicia conmutativa nunca es suficiente en seres tan falibles y retorcidos como los humanos. Siempre hay alguien que ofenderá a otro alguien, por lo que la mera justicia no sirve, se precisa el perdón, que el ofensor reclama y el ofendido otorga. Y si no, no habrá paz. El freudiano no te culpes de nada, yo tengo una explicación, y científica, a tu comportamiento, acabará con el mundo.

Eulogio López