"Sin duda, la Iglesia es inmutable, como todo lo que procede del Cielo. Sin duda, introduce innovaciones, de acuerdo con el tiempo, ese gran innovador. Sólo que lo que cambia en la Iglesia no es de la misma Iglesia que lo que no cambia. Su parte ósea permanece intacta, sus cambios se detienen en la superficie", dice la señora Swetchine.

 

Supongo que muchos cristianos están dispuestos a aceptar esa actitud conciliadora, esa imagen que no rechina en casi ninguno de nuestros esquemas preconcebidos. Esqueleto permanente, músculos cambiantes: hasta la biología viene en apoyo de la sensatez del proceso.

 

Pues bien, creo que es falso. Por similar intuición que Swetchine, creo que el cuerpo místico de Cristo se desarrolla, esqueletos y músculos, de forma permanente hacia la consumación de los tiempos. No cambia el cuerpo místico, salvo que por cambio entendamos (y podemos entenderlo, porque a fin de cuentas es un cambio) crecimiento hasta su plenitud.

 

El modernismo no destruye nada ni muda la piel de la Iglesia, como las serpientes. El modernismo no es una aportación, una corrección al cuerpo místico (si así fuera, no tendría ningún reparo en aceptarlo: simplemente pienso que no lo es), y debe diluirse por sí solo.

 

Otrosí: la ciencia no aporta nada al cuerpo místico. Simplemente, corrobora el crecimiento de la Iglesia. De ahí que la investigación científica deba ser fomentada siempre, con entusiasmo y sin miedo alguno a sus conclusiones. Pero la labor de la ciencia no es descubrir, sino corroborar. En tal caso, es el pensamiento el que descubre. Y el pensamiento es lo más espiritual, lo menos material, que existe, mientras la ciencia sólo puede desentrañar aquello que se puede ver, pesar, medir o contar. Por eso, la ciencia nada descubre, sólo corrobora lo que el pensamiento sospechaba, y sólo en casos muy concretos. Las posibilidades de la ciencia están tremendamente limitadas.  

 

¿Acaso la ciencia no es nada más que eso que pasa por los sentidos y la inteligencia humana? ¿Y acaso puede el hombre dar razón de su existencia y certeza a su mundo empírico? Naturalmente que no. Al final, todo lo que el hombre sabe lo sabe por confianza, sea en Dios o sea en otros hombres. Y, a ambas cosas siempre las hemos llamado fe. El método científico sólo le sirve a posteriori, para afianzar la certeza de esa fe.

 

Es más, los conflictos entre fe y razón nunca se han resuelto mediante una mejor y más definitiva argumentación de la fe sobre la razón. Generalmente, lo que ha ocurrido es que la razón humana ha invalidado sus propias conclusiones anteriores. Por lo general, durante lapsos que apenas superan los 100 años, salvo contadas excepciones. No es la fe la que niega la ciencia, ni la ciencia la que niega la fe: es la ciencia la que niega a la ciencia anterior.

 

Y por lo general, también, cuando un bienintencionado cristiano intenta aproximar la fe a la ciencia para desmitificar las creencias, suele suceder, no que la fe se resista o que la paciencia se imponga. Por el contrario, lo que suele suceder es que el mito se presente como algo real.

 

Ocurrió con el evolucionismo. La Iglesia negó el darwinismo social por muchas razones, pero al darwinismo teórico podríamos decir que sólo le opuso una pega: la unigénesis. Para los evolucionistas, manadas enteras de monos se habrían convertido en mesnadas enteras de hombres, mientras la Iglesia seguía defendiendo el mito de Adán y Eva, el Génesis. Pues bien, a finales del siglo XX la ciencia, de la mano de la biología, la lingüística y las matemáticas, vuelve a la unigénesis y comienza a hablar de la Virgen de África, madre del género humano.

 

Y así una y otra vez: El mito rebrota y se encarna, haciéndose norma y confundiendo todo el universo empírico, nacido de Descartes, coronado en el modernismo decimonónico y decapitado en el pesimismo existencial del siglo XX.

 

Los ejemplos de esta victoria del mito sobre la ciencia son miles. Y así, por ejemplo, resulta que a finales del siglo XIX, 2.400 años después, nos enteramos de que el mito de La Iliada es cierto, de que Troya existió, y seguramente el famoso caballo no fue una invención de su genial autor, perdida también entre las brumas de la historia. Es más, es posible que Homero no fuera un gran literato, sino un probo periodista, que no se inventó una guerra, sino que nos envió una crónica de una batalla real, crónica posiblemente sesgada porque trabajaría para un poderoso editor griego, de nombre "Polancófanes".

 

No, al final el problema no es que la fe sea irracional, sino que el racionalismo es irracional.

 

¿Qué por qué afirmo esto? Porque casa mejor, mucho mejor, tanto con la verdad revelada como con la verdad que procede de la historia. Lo contrario sería imaginarse a Dios pendiente del último descubrimiento de la clínica Dexeus o de la última patente de Advanced Cell Technologies. Y para eso sí que hace falta mucha más fe, quizás demasiada. Ningún catecismo me exige tanta credulidad.

 

No lo duden, si la ciencia se opone al mito, es conveniente no despreciar al mito. Si la ciencia se opone a la fe, entonces, no lo duden, den un buen corte de mangas a la ciencia. A la postre, la ciencia siempre yerra. 

 

Eulogio López