Este año no tengo la menor intención de defender el origen prístino de la Navidad ni de enfrentarme a las navidades lacias y consumistas que nos asolan. El que no quiera Navidades progres que acuda a la Misa del Gallo y monte el belén en su casa. Es así de sencillo.

Pero es que, además, no me motivan nada las batallas ganadas de antemano. Siempre me ha parecido tarea de pusilánimes, de quienes, como Julio César, corren presuroso en socorro del vencedor. Y esta es una de esa batallas que los defensores de la Navidad tenemos ganada de antemano.

Las Navidades nunca serán laicas porque no pueden serlo. Ni la avasalladora fuerza del Nuevo Orden Mundial (NOM) ni el discurso progre-dominante pueden terminar con la Navidad como cumpleaños de Cristo. Están abocados al fracaso. Cuando el hombre se aleja de Dios deja de ser hombre, pero Dios no deja de ser Dios. Al final, las cosas ocurren tal y como desea el Creador, no tal y como desean las creaturas. En el fondo, el pecador, el hereje, el cismático, el blasfemo, siempre están dando coces contra el aguijón. Así que la Navidad será lo que siempre ha sido hasta el mismísimo fin del mundo, en orden al principio filosófico y psicológico primero, que dice así: las cosas son lo que son. Y el que no quiera vivir la gran noche del 24 de diciembre es como el que no sabe disfrutar de un buen vino de Rueda o de un buen surtido de ibéricos: él se lo pierde.

Por eso, hoy sólo quiero reparar en una cuestión menor, creo, que afecta a la capital en cuyos alrededores ocurrió todo: Jerusalén.

Recuerdo a mi viejo amigo Igol Palmor, en su momento portavoz de la embajada hebrea en Madrid, que no sentía especial simpatía por el nuncio vaticano en Palestina, Michel Sabbah. POr eso, porque era palestino. Pues bien, tampoco le habría gustado su mensaje navideño 2007, aunque el veterano representante del Papa en Tierra Santa –quien, en efecto, es palestino, no hebreo- deja las cosas muy claras sobre un punto crucial: Jerusalén no es una ciudad judía ni palestina, tampoco es cristiana, sino universal. La ciudad más universal que existe sobre el planeta tierra. Sólo teniendo en cuenta este principio podrá cerrarse la herida por la que, según todos los analistas, supurará la III Guerra Mundial: el conflicto árabe-israelí, el conflicto por Tierra Santa. Sabbat no entra en política, porque no es su asunto, pero de sus palabras no políticas se infiere la muy política e inequívoca conclusión de que la única solución al conflicto consiste en declarar a Jerusalén una ciudad abierta, como cuna de las tres grandes religiones del libro, monoteístas, que es tanto como decir como la cuna de todas las religiones. La santidad de Jerusalén, advierte Sabbat, viene marcada por su "universalidad". Algo parecido a decir: no es tierra ni de los judíos ni de los palestinos: es la tierra de todos.

De esta forma, el patriarca católico de Jerusalén se sitúa tanto frente a palestinos como a israelíes: no a los estados confesionales en la "tierra universal". No puede haber "estados religiosos" en Tierra Santa, sino una Jerusalén universal, donde todos tengan cabida.

El primer ministro hebreo, Ehud Olmert anuncia nuevas viviendas hebreas en Jerusalén Este, en vísperas de la Nochebuena. Eso es lo de menos: no queremos ni una Jerusalén hebrea ni una palestina: queremos una Jerusalén abierta... abierta a la adoración. Es la única ciudad del mundo que exige ese estatus y una lección para todos los nacionalistas del mundo, porque identifica los límites, que es el gran problema de todo nacionalismo: ubicar sus propios límites.

Eulogio López