En tiempos de pensamiento débil no sólo es que se confunda terrorismo con guerra, sino que incluso quienes intuyen que existe una diferencia moral entre ambas no aciertan a plasmar esa diferencia en argumentos. Es algo parecido a lo que ocurre a la hora de diferenciar entre religiones y sectas o entre creencia y supercherías. El problema no está en lo que se cree sino en la libertad que cada código moral ofrece a sus partícipes.

A lo largo de toda la historia de la humanidad la guerra ha consistido en un combate entre profesionales. Se entendía que el soldado era el enemigo a batir y los civiles quedaban fuera de la reyerta. Cierto es que podían ser esclavizados, deportados o algo peor pero no eran elementos del conflicto. Con la modernidad se introdujo a los civiles en el enfrentamiento bélico. Los primeros bombardeos de ciudades, que tenían por objeto sembrar el terror y rebajar la moral del ejército contrario matando civiles se producen en el siglo XIX y se consolidan en el siglo XX, la historia misma de la Ilustración aplicada y del modernismo. Los bombardeos masivos se intensifican con la primera guerra mundial y alcanzan su cenit con las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki que cierran el segundo conflicto mundial.

Pero faltaba un paso en la corriente degenerativa, hasta entonces los civiles eran objetivo militar, pero con el glorioso invento del terrorismo a su condición de objetivo añaden la de rehenes.

En efecto, el terrorismo se esconde entre los civiles y golpea a los civiles; el terrorismo es el no va más de la violencia cobarde. Su capacidad letal está formada por un ejército de inocentes, y sus asesinatos son tanto más eficaces cuanto más ajenas sean sus víctimas a sus adversarios.

Se supone que han sido terroristas islámicos los que han provocado cerca de doscientos muertos en la ciudad india de Bombay, gente que volvía a casa tras la jornada laboral en transportes públicos. Y es que el terrorismo tiene un gran aliado en la urbanización acelerada de todo el planeta. Bombay es un hormiguero como todas las grandes ciudades de los cinco continentes- donde se apiñan diecisiete millones de seres humanos. Esa urbanización acelerada, considerada como uno de los ejes del proceso, se ha convertido en uno de los principales aliados del terrorista. En las viejas sociedades rurales no era posible provocar el caos que los terroristas han logrado en Nueva York, Madrid, Londres o Bombay. Ni tampoco asesinar a tantas personas de forma tan sencilla en trenes sobrecargados. A esa fragilidad de las sociedades modernas, sofisticados engranajes en los que cualquier inciso provoca consecuencias monstruosas, hay que añadir, naturalmente, la amoralidad reinante.

Toda amoralidad puede resumirse en la maquiavélica frase de que El fin justifica los medios. Frase de la que no sólo participa el bueno de Bin Laden, sino millones de personas que no se reconocerían en el terrorista más buscado del mundo. Tras el 11-S, George Bush hablaba de la necesidad de un nuevo orden mundial, pero lo cierto es que lo que se necesita es un nuevo orden moral. El primer mandamiento de ese nuevo orden sería que existe lo bueno y lo malo, lo cierto y lo falso, y lo bello y lo feo. Y eso, antes, incluso, de definir qué es bueno, qué es cierto y qué es feo.

Mientras se lleva las manos a la cabeza ante un terrorismo creciente y salvaje, Occidente sigue coqueteando con el relativismo, sigue preguntándose cómo es posible tanta barbarie cuando la respuesta la tiene delante de sus narices. Porque si lo único que creemos es que no creemos en nada, es decir si no pasamos del relativismo ramplón del nada es verdad ni nada es mentira seguro que el señor Bin Laden puede aportar razones para justificar su lucha. De hecho lo hace cada pocas semanas a través de Internet.

Eulogio López